¿Y puede?
Aproximadamente
media hora después de que Edward se fuera, llegó mi turno para comer. Apenas
quedaban un par de parejas en el restaurante así que podía comer con calma,
echando infinitamente de menos a Angie, que hubiera sido de gran ayuda en esos
momentos. Obviamente, no es que Edward hubiera creado algún tipo de duda en mí,
pero lo cierto es que me había dejado descolocada. Según lo que me había dicho,
notaba cierto interés por mi parte; y si él lo notaba, los demás también podían
notarlo. Quizá de ahí venían los celos de Michael. Durante la comida estuve
inmersa en mis pensamientos, buscando algún atisbo de curiosidad –como él lo
había llamado- en mi comportamiento hacia él. No iba a mentir a nadie y mucho
menos a mí misma, era cierto que si Michael no existiera probablemente hacía
tiempo que habría aceptado salir con Edward. Pero Michael existía y mi
curiosidad y mi interés por otros hombres se desvaneció cuando él llegó. ¿Fin
del problema? En teoría, sí. ¿Pero entonces por qué seguía dándole vueltas?
Cuando esa
pregunta acudió a mi mente por quinta vez en cuarto de hora, negué de inmediato
con la cabeza y me levanté de un salto, haciendo que todos mis compañeros me
miraran sorprendidos. Sonreí y me fui directa al baño a lavarme la cara con
agua fría. Muy fría.
Sopese la
idea de decir que me encontraba enferma y regresar a casa a parlotear con las
chicas, pero la borré de mi mente al instante. El día anterior había decidido
que durante toda esta semana me quedaría desde el mediodía hasta que el
restaurante cerrara, así me sacaría un dinero extra y además daría descanso a
otros compañeros que lo necesitaban más que yo.
Desde que
Lorena se marchó la economía de la casa comenzó a descender, y más tras el
despido de Marina del museo, así cualquier ingreso extra que pudiéramos tener
nos iba a venir de perlas. Michael seguía insistiendo en ayudarnos y yo seguía
insistiendo en que no; odiaba que habláramos de ello porque siempre conseguía
hacerme sentir mal de una manera o de otra. Era incapaz de entender que siempre
había sido muy independiente en ese tema, pero no iba a ser ahora cuando
cambiara; no quería sentirme una mantenida, ni aunque fuera durante un mes. Me
negaba rotundamente.
Hacía tres
o cuatro días que Nana nos había comentado que un amigo de Dani de toda la vida
buscaba un piso en el que vivir, porque hacía un par de semanas lo había dejado
con su novia, con la que vivía, y rechazaba a toda costa volver a vivir con sus
padres de forma permanente. Según nos había contado, el chico en cuestión se
llamaba Alex, tenía 23 años y trabajaba en una empresa de construcción que daba
bastantes beneficios. La idea de que se viniera a casa no nos pareció mal a
ninguna así que quedamos en conocerle algún día de estos para acabar de darle
nuestro visto bueno. No me hacía excesiva gracia compartir piso con un chico
porque estaba claro que parte de la naturalidad que teníamos viviendo las 3
solas se iba a perder. Pero no nos quedaba otra opción.
El resto
de la tarde fue, como se esperaba, tranquila; como cada lunes al fin y al cabo.
Sólo unas pocas personas acudieron a media tarde a tomarse un café, lo cual no
me beneficiaba. Si me mantenía ocupada, mi cabeza también lo estaría, pero de
lo contrario –como estaba sucediendo- no pararía de darlo vueltas y vueltas,
muy a mi pesar. No paré de recordarme todo el tiempo que realmente no tenía
nada que pensar, ¿pero entonces por qué no paraba de hacerlo? ¿En qué pensaba
realmente? No eran dudas lo que sentía. No. ¿No? “¡NO!”, me grité interiormente y me perjuré no volver a pensar nada
semejante.
Con la
llegada del anochecer el restaurante comenzó a llenarse y lo agradecí. No
vendría demasiada gente así que en un par de horas podría estar en casa de
nuevo, preparándome un vaso de leche caliente y metiéndome entre los millones
de mantas que cubrían mi cama. Sólo de pensarlo sonreí como una boba.
Tal y como
predije, dos horas y media más tarde me despedí de mis compañeros y, una vez me
coloqué la bufanda que siempre me acompañaba en invierno, salí del restaurante.
No
calificaría como una sorpresa lo que me encontré fuera, porque en realidad ya
me había avisado. Con una gabardina negra que le llegaba hasta las rodillas y
un bonito sombrero, Edward estaba esperándome justo a la derecha de la puerta,
por donde yo tenía que pasar si quería llegar a mi casa.
Me quedé
inmóvil, mirándole fijamente y sin ninguna intención de decirle más que un
simple “buenas noches” y continuar mi camino.
- Buenas
noches –le sonreí cuando pasé por su lado y, como estaba dispuesta a hacer,
seguí hacia delante.
- ¿No
quieres que te acompañe a casa? Es una noche fría, una compañía resultaría muy
agradable –se colocó a mi lado y comenzó a caminar a la par que yo.
Suspiré.
- Es
cierto que hace frío, pero no veo de qué forma tu compañía podría servirme para
combatirlo –le contesté sin ni siquiera mirarle. Si me mostraba indiferente, se
cansaría.
No, que
ridiculez. Claro que no se cansaría. Si no lo había hecho hasta ahora, qué me
hacía pensar que sería este el momento, justo cuando le daba la oportunidad de
acompañarme a casa. “Debería pegarle un puñetazo e impedirle que siguiera
avanzando”. Mi mente rió ante la idea, pero nunca había sido violenta y no
empezaría a serlo ahora. Educada y simpática, eso sí que lo había sido siempre.
Entonces lo que tenía que hacer era pedirle de forma simpática y educada que se
quedara donde estaba, que no caminara más. Sí, eso tenía que hacer.
¿Pero por
qué no lo hacía?
- Hay
varias formas de hacerlo frente, ahora que lo dices.
- Ninguna
que me interese –me entró un escalofrío y se colocó más cerca de mí-. No sé si
has oído mi frase anterior –esta vez si le miré. Y rió.
- ¿Ni
siquiera calor corporal?
- Es lo
último que quiero ahora mismo.
“Al menos TU calor corporal”.
Pero me
entró otro escalofrío y volvió a acercarse a mí. La verdad es que era una noche
muy fría, de las más frías que había conocido en Los Ángeles. Y yo era alguien
que necesitaba calor para ser persona, el frío y yo no éramos compatibles y
cuando estaba presente me afectaba mucho.
- Ya hemos
llegado –sonrió y se detuvo en seco. Por alguna razón hice lo mismo.
- ¿Perdón?
- Te
presento a Bill –sonrió y extendió una mano hacia la carretera. Le miré sin
entender y se acercó a un coche que estaba aparcado. Ahora sí lo entendía-. Mi
padre siempre me decía que los mejores coches son los que tienen nombre. De
pequeño tuve un amigo, un gran amigo, que se llamaba Bill. Crecimos y dejamos
de vernos, aún no sé por qué. Pero cuando me compré el coche fue el primer
nombre que se me vino a la cabeza, así que… Bill, te presento a la encantadora
Judith -no pude evitar reírme y se aproximó de nuevo a mí-. Déjame que te lleve
a casa, estás helada y tiritando tres veces por minutos no llegarás muy lejos.
Quería
decirle que no, que estaba bien y que podía llegar sola a casa perfectamente,
sin la ayuda ni el “Bill” de nadie. Pero el frío era demasiado para mí y en
menos de dos minutos ya habíamos arrancado en dirección a mi calentita y
acogedora casa.
- Cuéntame
cosas de ti –dijo de pronto. Tras hacer un par de comentarios más acerca del
frío y la noche que teníamos, nos pasamos los siguientes dos o tres minutos en
silencio. Imaginé que no era un hombre que aguantara bien las situaciones en
las que nadie hablaba-. No esperarás estar todo el camino callada.
Sabía que
tenía razón. Ya que me llevaba a casa al menos debía ser amable con él.
- ¿Qué
quieres saber?
- ¿Cómo
una chica española ha acabado trabajando en un restaurante de Los Ángeles?
–Preguntó a los pocos segundos.
- ¿Cómo
sabes que soy española?
- Tu
acento –me miró fugazmente-. Hace tres años estuve en Madrid, cerrando un
negocio. Pocos meses más tarde viajé a Barcelona también por trabajo. Desde
entonces he ido a ambas ciudades un par de veces al año. Además, uno de mis
mejores amigos es de Salamanca –pronunció el nombre la ciudad de una manera
realmente divertida-. Así que reconozco cuando un español balbucea inglés.
- Yo no
balbuceó –repliqué.
- Es
cierto, lo hablas bastante bien para tener… ¿Cuántos? ¿20 años?
- Casi.
- 21.
- Error.
- Me rindo
–dijo riéndose. Yo también reí, y después bajé la cabeza. El hombre egocéntrico
y algo pesado que había conocido en el restaurante había desaparecido. Edward
parecía alegre, simpático y divertido. Se notaba que había viajado, que había
visto mundo y que lo suyo eran las relaciones personales, conocer gente. Eso le
hacía alguien interesante, sin duda.
-¿Quieres
saber qué más quiero saber? –Asentí, aunque no estaba segura de que me hubiera
visto-. ¿Cómo una chica española ha acabado robándole el corazón a Michael
Jackson? –Le miré sorprendida y me dedicó otra mirada, esta vez más duradera-.
No me preguntes cómo lo sé porque lo único que puedo responderte es que lo sé
por mis contactos. Me muevo mucho por el mundo de la música, del cine… Digamos
que llegó hasta mis oídos, una vez que ya te conocía. Me sorprendí mucho, la
verdad. Pero me gustó.
- ¿Te
gustó? –Ahora sí estaba del todo desconcertada.
- Es un
reto -reí irónica y me giré hacia el cristal de mi ventana, sin querer mirarle
ni un segundo más. Noté su mirada clavándose en mí-. ¿Qué te hace gracia?
- Tratas a
las personas como si fueran un reto, eso me hace gracia.
- No te
equivoques, ya estaba interesado en ti mucho antes de que supiera que tenías
una relación con él –permaneció callado unos segundos y cuando comprendió que no
iba a contestarle decidió seguir hablando-. Soy un hombre aventurero, curioso,
al que le intriga todo, que quiere conocer y ser conocido… Es por eso que estoy
interesado en ti. Me pareces una aventura, me despiertas mucha curiosidad y
mucha intriga, no pareces ser como los demás y hace muchos años que no veo eso
en alguna chica. Además soy un luchador, todo lo que tengo me lo he ganado por
mis propios méritos. Suelo perseguir lo que quiero y me gusta que haya
obstáculos, porque cuanto más difícil sea más disfrutaré una vez conseguido. Por
eso lo considero un reto. Tu novio es un obstáculo muy grande.
- Es un
obstáculo insalvable, diría yo.
- No
creas, he conocido obstáculos aún peores y los he superado.
- ¿Quieres
que hable claro? –Volví a dirigirle la mirada y pude ver en su rostro que la
pregunta le sorprendió. Supuse que quería seguir hablando con rodeos, con
metáforas y con cualquier otra cosa que no supusiera decirle un “no” rotundo.
Pero ese “no” tendría que escucharle algún día-. Probablemente si Michael no
estuviera en mi vida tu despertarías la misma curiosidad y la misma intriga que
dices que despierto yo en ti. Pero Michael está, está desde hace mucho tiempo y
lo cierto es que quiero que siga estando durante toda mi vida. Así que lo
siento, pero creo que deberías olvidarte, si es que esa es la expresión. No vas
a conseguir nada, Edward, de verdad. Le quiero.
Siguió
conduciendo callado, con la vista al frente. La esperanza de que lo hubiera
comprendido creció en mí, pero vi una media sonrisa en su cara y la deseché. Por
lo visto, era un hombre implacable.
- Entonces
me alegro, cuéntame cómo es tu relación con él.
No
comprendí muy bien a qué se refería así que sonreí tímidamente y me limité a
contestar lo más sencillo.
- La
verdad es que estamos muy bien -el coche frenó lentamente y comprendí que ya
habíamos llegado-. Muchas gracias por traerme, en serio. Me has ahorrado un
gran camino bajo este frío.
- Espera,
me gustaría preguntarte algo más –después de todo, se lo había ganado, así que
asentí y me coloqué en el asiento de tal manera que pudiera mirarle más
cómodamente. Él hizo lo mismo-. ¿Vais mucho de paseo? –Preguntó al fin.
- ¿Cómo?
- Los
Ángeles es una ciudad fantástica, ¿te ha llevado a recorrer sus calles hasta
que os duelan las piernas? –No supe que responder así que permanecí callada.
Tampoco hubiera sido necesario decir nada, él tenía la intención de seguir
hablando-. ¿Te lleva mucho al cine? Y en verano, ¿te lleva a comer un helado a
algún parque de la ciudad? ¿Vais a restaurantes a comer o cenar tranquilamente?
¿Te ha enseñado…?
- ¡Para!
–Le corté-. Sé a dónde quieres llegar, no sigas por ahí, Edward. No me importa…
- ¿No te
importa tener que pasarte día y noche de casa en casa porque él no sea capaz de
salir a la calle? –Esta vez fue él quien me interrumpió.
- No, no
me importa en absoluto –contesté firmemente.
- Date
cuenta de todas las cosas que te está quitando.
- No me
está quitando nada.
- Te está
quitando mucho, Judith. Mucho. Te está quitando la posibilidad de tener una
relación normal con alguien normal.
- Él es
normal, igual que nuestra relación –elevé el tono de voz. Lo había conseguido:
me había enfadado-. Y tú no eres nadie para juzgarme, ni a mí, ni a él, ni a lo
que tenemos.
- Lo miró
desde una perspectiva objetiva. Comprendo que le quieras pero…
- ¡Pero
nada! Tú no sabes nada, nadie sabe nada excepto él y yo. ¿Crees que me molesta
tener que dar 3000 paseos por su jardín por no poder ir a otro sitio? No me
importa lo más mínimo, porque lo único que realmente me importa es estar con
él. ¿Y sabes qué? No quiero seguir hablando.
Salí del
coche y caminé hacia el portal dando por finalizada la conversación. Cuando una
mano sujetó mi brazo me di cuenta de lo acostumbrada que estaba a Michael: él
no habría salido del coche, porque rara vez podía hacerlo sin que alguien le
conociera.
- Sé
sincera contigo misma, sabes que en parte llevó razón. Una relación tiene que
aportarte, no tiene que quitarte –dijo colocándose frente a mí-. Si me dieras
una oportunidad te demostraría lo que es tener pareja de verdad, no te quitaría
de nada. Sé cómo hacerte feliz y puedo hacerlo.
- Él
también sabe –intenté seguir caminando hacia la puerta pero me impidió pasar.
- ¿Y
puede? –me sostuvo por los hombros y nuestras miradas chocaron-. Dame una
oportunidad… -susurró, al tiempo que se acercaba cada vez más a mi cara. Cuando
me di cuenta de lo que estaba pasando le aparté con la mano bruscamente.
- Ni se te
ocurra hacerlo o te ganarás un bofetón. Y créeme, te lo daría sin ningún tipo
de remordimiento de conciencia.
- Está
bien, no voy a besarte hasta que no me pidas que lo haga –sonrió.
Sorprendentemente conservaba el buen humor; no podía decirse lo mismo de mí-.
Me pregunto cuánto tardarás.
- Quizá al
siglo que viene –sonreí yo también, pero no era una sonrisa que destilaba
alegría, ni tampoco simpatía. Caminé hasta el portal y abrí lo más rápido que
pude la puerta, aunque tenía la seguridad de que esta vez no iba a venir hacia
mí.
En efecto,
cuando me giré para cerrar la puerta tras de mí seguía parado en el mismo
sitio. Y por alguna razón, también continuaba sonriendo.
sin palabras...jajajajja
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