20 de julio de 2012

Capítulo 78


¿Y puede?

Aproximadamente media hora después de que Edward se fuera, llegó mi turno para comer. Apenas quedaban un par de parejas en el restaurante así que podía comer con calma, echando infinitamente de menos a Angie, que hubiera sido de gran ayuda en esos momentos. Obviamente, no es que Edward hubiera creado algún tipo de duda en mí, pero lo cierto es que me había dejado descolocada. Según lo que me había dicho, notaba cierto interés por mi parte; y si él lo notaba, los demás también podían notarlo. Quizá de ahí venían los celos de Michael. Durante la comida estuve inmersa en mis pensamientos, buscando algún atisbo de curiosidad –como él lo había llamado- en mi comportamiento hacia él. No iba a mentir a nadie y mucho menos a mí misma, era cierto que si Michael no existiera probablemente hacía tiempo que habría aceptado salir con Edward. Pero Michael existía y mi curiosidad y mi interés por otros hombres se desvaneció cuando él llegó. ¿Fin del problema? En teoría, sí. ¿Pero entonces por qué seguía dándole vueltas?
Cuando esa pregunta acudió a mi mente por quinta vez en cuarto de hora, negué de inmediato con la cabeza y me levanté de un salto, haciendo que todos mis compañeros me miraran sorprendidos. Sonreí y me fui directa al baño a lavarme la cara con agua fría. Muy fría.
Sopese la idea de decir que me encontraba enferma y regresar a casa a parlotear con las chicas, pero la borré de mi mente al instante. El día anterior había decidido que durante toda esta semana me quedaría desde el mediodía hasta que el restaurante cerrara, así me sacaría un dinero extra y además daría descanso a otros compañeros que lo necesitaban más que yo.
Desde que Lorena se marchó la economía de la casa comenzó a descender, y más tras el despido de Marina del museo, así cualquier ingreso extra que pudiéramos tener nos iba a venir de perlas. Michael seguía insistiendo en ayudarnos y yo seguía insistiendo en que no; odiaba que habláramos de ello porque siempre conseguía hacerme sentir mal de una manera o de otra. Era incapaz de entender que siempre había sido muy independiente en ese tema, pero no iba a ser ahora cuando cambiara; no quería sentirme una mantenida, ni aunque fuera durante un mes. Me negaba rotundamente.
Hacía tres o cuatro días que Nana nos había comentado que un amigo de Dani de toda la vida buscaba un piso en el que vivir, porque hacía un par de semanas lo había dejado con su novia, con la que vivía, y rechazaba a toda costa volver a vivir con sus padres de forma permanente. Según nos había contado, el chico en cuestión se llamaba Alex, tenía 23 años y trabajaba en una empresa de construcción que daba bastantes beneficios. La idea de que se viniera a casa no nos pareció mal a ninguna así que quedamos en conocerle algún día de estos para acabar de darle nuestro visto bueno. No me hacía excesiva gracia compartir piso con un chico porque estaba claro que parte de la naturalidad que teníamos viviendo las 3 solas se iba a perder. Pero no nos quedaba otra opción.
El resto de la tarde fue, como se esperaba, tranquila; como cada lunes al fin y al cabo. Sólo unas pocas personas acudieron a media tarde a tomarse un café, lo cual no me beneficiaba. Si me mantenía ocupada, mi cabeza también lo estaría, pero de lo contrario –como estaba sucediendo- no pararía de darlo vueltas y vueltas, muy a mi pesar. No paré de recordarme todo el tiempo que realmente no tenía nada que pensar, ¿pero entonces por qué no paraba de hacerlo? ¿En qué pensaba realmente? No eran dudas lo que sentía. No. ¿No? “¡NO!”, me grité interiormente y me perjuré no volver a pensar nada semejante.
Con la llegada del anochecer el restaurante comenzó a llenarse y lo agradecí. No vendría demasiada gente así que en un par de horas podría estar en casa de nuevo, preparándome un vaso de leche caliente y metiéndome entre los millones de mantas que cubrían mi cama. Sólo de pensarlo sonreí como una boba.
Tal y como predije, dos horas y media más tarde me despedí de mis compañeros y, una vez me coloqué la bufanda que siempre me acompañaba en invierno, salí del restaurante.
No calificaría como una sorpresa lo que me encontré fuera, porque en realidad ya me había avisado. Con una gabardina negra que le llegaba hasta las rodillas y un bonito sombrero, Edward estaba esperándome justo a la derecha de la puerta, por donde yo tenía que pasar si quería llegar a mi casa.
Me quedé inmóvil, mirándole fijamente y sin ninguna intención de decirle más que un simple “buenas noches” y continuar mi camino.
- Buenas noches –le sonreí cuando pasé por su lado y, como estaba dispuesta a hacer, seguí hacia delante.
- ¿No quieres que te acompañe a casa? Es una noche fría, una compañía resultaría muy agradable –se colocó a mi lado y comenzó a caminar a la par que yo.
Suspiré.
- Es cierto que hace frío, pero no veo de qué forma tu compañía podría servirme para combatirlo –le contesté sin ni siquiera mirarle. Si me mostraba indiferente, se cansaría.
No, que ridiculez. Claro que no se cansaría. Si no lo había hecho hasta ahora, qué me hacía pensar que sería este el momento, justo cuando le daba la oportunidad de acompañarme a casa. “Debería pegarle un puñetazo e impedirle que siguiera avanzando”. Mi mente rió ante la idea, pero nunca había sido violenta y no empezaría a serlo ahora. Educada y simpática, eso sí que lo había sido siempre. Entonces lo que tenía que hacer era pedirle de forma simpática y educada que se quedara donde estaba, que no caminara más. Sí, eso tenía que hacer.
¿Pero por qué no lo hacía?
- Hay varias formas de hacerlo frente, ahora que lo dices.
- Ninguna que me interese –me entró un escalofrío y se colocó más cerca de mí-. No sé si has oído mi frase anterior –esta vez si le miré. Y rió.
- ¿Ni siquiera calor corporal?
- Es lo último que quiero ahora mismo.
Al menos TU calor corporal”.
Pero me entró otro escalofrío y volvió a acercarse a mí. La verdad es que era una noche muy fría, de las más frías que había conocido en Los Ángeles. Y yo era alguien que necesitaba calor para ser persona, el frío y yo no éramos compatibles y cuando estaba presente me afectaba mucho.
- Ya hemos llegado –sonrió y se detuvo en seco. Por alguna razón hice lo mismo.
- ¿Perdón?
- Te presento a Bill –sonrió y extendió una mano hacia la carretera. Le miré sin entender y se acercó a un coche que estaba aparcado. Ahora sí lo entendía-. Mi padre siempre me decía que los mejores coches son los que tienen nombre. De pequeño tuve un amigo, un gran amigo, que se llamaba Bill. Crecimos y dejamos de vernos, aún no sé por qué. Pero cuando me compré el coche fue el primer nombre que se me vino a la cabeza, así que… Bill, te presento a la encantadora Judith -no pude evitar reírme y se aproximó de nuevo a mí-. Déjame que te lleve a casa, estás helada y tiritando tres veces por minutos no llegarás muy lejos.
Quería decirle que no, que estaba bien y que podía llegar sola a casa perfectamente, sin la ayuda ni el “Bill” de nadie. Pero el frío era demasiado para mí y en menos de dos minutos ya habíamos arrancado en dirección a mi calentita y acogedora casa.
- Cuéntame cosas de ti –dijo de pronto. Tras hacer un par de comentarios más acerca del frío y la noche que teníamos, nos pasamos los siguientes dos o tres minutos en silencio. Imaginé que no era un hombre que aguantara bien las situaciones en las que nadie hablaba-. No esperarás estar todo el camino callada.
Sabía que tenía razón. Ya que me llevaba a casa al menos debía ser amable con él.
- ¿Qué quieres saber?
- ¿Cómo una chica española ha acabado trabajando en un restaurante de Los Ángeles? –Preguntó a los pocos segundos.
- ¿Cómo sabes que soy española?
- Tu acento –me miró fugazmente-. Hace tres años estuve en Madrid, cerrando un negocio. Pocos meses más tarde viajé a Barcelona también por trabajo. Desde entonces he ido a ambas ciudades un par de veces al año. Además, uno de mis mejores amigos es de Salamanca –pronunció el nombre la ciudad de una manera realmente divertida-. Así que reconozco cuando un español balbucea inglés.
- Yo no balbuceó –repliqué.
- Es cierto, lo hablas bastante bien para tener… ¿Cuántos? ¿20 años?
- Casi.
- 21.
- Error.
- Me rindo –dijo riéndose. Yo también reí, y después bajé la cabeza. El hombre egocéntrico y algo pesado que había conocido en el restaurante había desaparecido. Edward parecía alegre, simpático y divertido. Se notaba que había viajado, que había visto mundo y que lo suyo eran las relaciones personales, conocer gente. Eso le hacía alguien interesante, sin duda.
-¿Quieres saber qué más quiero saber? –Asentí, aunque no estaba segura de que me hubiera visto-. ¿Cómo una chica española ha acabado robándole el corazón a Michael Jackson? –Le miré sorprendida y me dedicó otra mirada, esta vez más duradera-. No me preguntes cómo lo sé porque lo único que puedo responderte es que lo sé por mis contactos. Me muevo mucho por el mundo de la música, del cine… Digamos que llegó hasta mis oídos, una vez que ya te conocía. Me sorprendí mucho, la verdad. Pero me gustó.
- ¿Te gustó? –Ahora sí estaba del todo desconcertada.
- Es un reto -reí irónica y me giré hacia el cristal de mi ventana, sin querer mirarle ni un segundo más. Noté su mirada clavándose en mí-. ¿Qué te hace gracia?
- Tratas a las personas como si fueran un reto, eso me hace gracia.
- No te equivoques, ya estaba interesado en ti mucho antes de que supiera que tenías una relación con él –permaneció callado unos segundos y cuando comprendió que no iba a contestarle decidió seguir hablando-. Soy un hombre aventurero, curioso, al que le intriga todo, que quiere conocer y ser conocido… Es por eso que estoy interesado en ti. Me pareces una aventura, me despiertas mucha curiosidad y mucha intriga, no pareces ser como los demás y hace muchos años que no veo eso en alguna chica. Además soy un luchador, todo lo que tengo me lo he ganado por mis propios méritos. Suelo perseguir lo que quiero y me gusta que haya obstáculos, porque cuanto más difícil sea más disfrutaré una vez conseguido. Por eso lo considero un reto. Tu novio es un obstáculo muy grande.
- Es un obstáculo insalvable, diría yo.
- No creas, he conocido obstáculos aún peores y los he superado.
- ¿Quieres que hable claro? –Volví a dirigirle la mirada y pude ver en su rostro que la pregunta le sorprendió. Supuse que quería seguir hablando con rodeos, con metáforas y con cualquier otra cosa que no supusiera decirle un “no” rotundo. Pero ese “no” tendría que escucharle algún día-. Probablemente si Michael no estuviera en mi vida tu despertarías la misma curiosidad y la misma intriga que dices que despierto yo en ti. Pero Michael está, está desde hace mucho tiempo y lo cierto es que quiero que siga estando durante toda mi vida. Así que lo siento, pero creo que deberías olvidarte, si es que esa es la expresión. No vas a conseguir nada, Edward, de verdad. Le quiero.
Siguió conduciendo callado, con la vista al frente. La esperanza de que lo hubiera comprendido creció en mí, pero vi una media sonrisa en su cara y la deseché. Por lo visto, era un hombre implacable.
- Entonces me alegro, cuéntame cómo es tu relación con él.
No comprendí muy bien a qué se refería así que sonreí tímidamente y me limité a contestar lo más sencillo.
- La verdad es que estamos muy bien -el coche frenó lentamente y comprendí que ya habíamos llegado-. Muchas gracias por traerme, en serio. Me has ahorrado un gran camino bajo este frío.
- Espera, me gustaría preguntarte algo más –después de todo, se lo había ganado, así que asentí y me coloqué en el asiento de tal manera que pudiera mirarle más cómodamente. Él hizo lo mismo-. ¿Vais mucho de paseo? –Preguntó al fin.
- ¿Cómo?
- Los Ángeles es una ciudad fantástica, ¿te ha llevado a recorrer sus calles hasta que os duelan las piernas? –No supe que responder así que permanecí callada. Tampoco hubiera sido necesario decir nada, él tenía la intención de seguir hablando-. ¿Te lleva mucho al cine? Y en verano, ¿te lleva a comer un helado a algún parque de la ciudad? ¿Vais a restaurantes a comer o cenar tranquilamente? ¿Te ha enseñado…?
- ¡Para! –Le corté-. Sé a dónde quieres llegar, no sigas por ahí, Edward. No me importa…
- ¿No te importa tener que pasarte día y noche de casa en casa porque él no sea capaz de salir a la calle? –Esta vez fue él quien me interrumpió.
- No, no me importa en absoluto –contesté firmemente.
- Date cuenta de todas las cosas que te está quitando.
- No me está quitando nada.
- Te está quitando mucho, Judith. Mucho. Te está quitando la posibilidad de tener una relación normal con alguien normal.
- Él es normal, igual que nuestra relación –elevé el tono de voz. Lo había conseguido: me había enfadado-. Y tú no eres nadie para juzgarme, ni a mí, ni a él, ni a lo que tenemos.
- Lo miró desde una perspectiva objetiva. Comprendo que le quieras pero…
- ¡Pero nada! Tú no sabes nada, nadie sabe nada excepto él y yo. ¿Crees que me molesta tener que dar 3000 paseos por su jardín por no poder ir a otro sitio? No me importa lo más mínimo, porque lo único que realmente me importa es estar con él. ¿Y sabes qué? No quiero seguir hablando.
Salí del coche y caminé hacia el portal dando por finalizada la conversación. Cuando una mano sujetó mi brazo me di cuenta de lo acostumbrada que estaba a Michael: él no habría salido del coche, porque rara vez podía hacerlo sin que alguien le conociera.
- Sé sincera contigo misma, sabes que en parte llevó razón. Una relación tiene que aportarte, no tiene que quitarte –dijo colocándose frente a mí-. Si me dieras una oportunidad te demostraría lo que es tener pareja de verdad, no te quitaría de nada. Sé cómo hacerte feliz y puedo hacerlo.
- Él también sabe –intenté seguir caminando hacia la puerta pero me impidió pasar.
- ¿Y puede? –me sostuvo por los hombros y nuestras miradas chocaron-. Dame una oportunidad… -susurró, al tiempo que se acercaba cada vez más a mi cara. Cuando me di cuenta de lo que estaba pasando le aparté con la mano bruscamente.
- Ni se te ocurra hacerlo o te ganarás un bofetón. Y créeme, te lo daría sin ningún tipo de remordimiento de conciencia.
- Está bien, no voy a besarte hasta que no me pidas que lo haga –sonrió. Sorprendentemente conservaba el buen humor; no podía decirse lo mismo de mí-. Me pregunto cuánto tardarás.
- Quizá al siglo que viene –sonreí yo también, pero no era una sonrisa que destilaba alegría, ni tampoco simpatía. Caminé hasta el portal y abrí lo más rápido que pude la puerta, aunque tenía la seguridad de que esta vez no iba a venir hacia mí.
En efecto, cuando me giré para cerrar la puerta tras de mí seguía parado en el mismo sitio. Y por alguna razón, también continuaba sonriendo.

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