Muy simple
Un
par de minutos después aún no le había dirigido ni una sola mirada. ¿Cómo era
capaz, después de todo, de seguir desconfiando de mí? ¿Cómo, después de meses
demostrándole un amor absoluto, era capaz de decir que le ocultaba cosas? ¿Cómo
era capaz de decirme todo aquello sabiendo que me dolía? Era como si me
clavaran un puñal en el corazón. Después de todo lo que había hecho por él,
¿aún seguía teniendo dudas acerca de mí?
-
No entiendo que te enfades –comentó, de pronto.
Esta
vez sí le miré.
-
¿No lo entiendes? –Pregunté, con un notable tono de molestia en mi voz.
-
No, no lo entiendo. Esto no estaría pasando si me hubieras dicho lo que ha
pasado desde un principio.
Resoplé,
cerré los ojos y traté de calmarme. Traté de ponerme en su lugar y llegué a
comprender mínimamente que le hubiera molestado. Sólo mínimamente.
-
Michael –dije, tratando de sonar relajada-, no te lo he dicho antes porque
estabas hablando tú. Te he visto preocupado y nervioso, y he pensado que sería
mejor que te tranquilizaras antes de contarte algo que estaba claro que te iba
a poner más nervioso.
Volví
a mirarle, mostrando seguridad. No tenía nada que ocultarle. Y sinceramente me
dolía que pensase que fuera así.
Creía
que se había tomado sus pequeñas vacaciones para poder acabar con el estrés que
venía soportando desde hace meses, y que volvería más tranquilo. Pero parecía
exactamente la misma persona que se había marchado semanas atrás.
De
nuevo la misma pregunta acudió a mí: ¿iba a ser siempre así?
-
Cuéntamelo, por favor –suplicó a los segundos.
-
Iba a hacerlo de todos modos, aunque no me lo pidieras –carraspeé ligeramente y
comencé a hablar-. John ha venido a pedirme perdón. Cuando ha aparecido por la
puerta no he querido escucharle pero, no se cómo, he caído en la cuenta de algo
que nunca había pensado –espere unos segundos, tratando de encontrar las
mejores palabras para explicar aquello. Supuse que no las habría, iba a
sentarle mal de igual modo-. Yo también le hice daño –soltó una risita y giró
la cabeza hacia otro lado-. Mike, estaba con él, teníamos una relación, y de la
noche a la mañana dejé de verle, de llamarle y de contestar a sus llamadas. ¿Eso
no es hacer daño a una persona?
-
¿Eso justifica que se comportara como se comportó contigo?
-
Jamás he dicho que lo justificase. Sólo digo que… Se merecía que le escuchase,
porque hasta hace nada siempre había pensado que la culpa era suya y sólo suya.
Y no es así. Yo también tuve parte de culpa.
Agachó
la cabeza y comenzó a hacer movimientos de negación. Hubiera dado un millón de
dólares por saber lo que estaba pensando.
Si
los tuviera, claro.
-
Oye, escucha –me acerqué más a él, salvando la distancia entre nosotros, y
atrapé sus manos-. Me he quitado un peso de encima y no ha significado nada más
que eso. Me alegro de haber podido hablarlo con él. Alégrate tú también, por
favor, aunque sólo sea por mí.
Me
miró de reojo.
-
Por favor –insistí.
-
No es justo que utilices el chantaje emocional.
Reí.
¿Había recuperado su buen humor? Si no era así, estaba dispuesta a
devolvérselo.
-
Tú también deberías disculparte con él, la culpa de todo fue tuya, en realidad –los
ojos se le salieron de sus órbitas y, cuando estaba a punto de decir algo,
coloqué mi dedo índice sobre sus labios-. Me robaste el corazón, ¿recuerdas? Si
no fuera por tu culpa –recalqué esas palabras, dándolas el sentido que quería
que tomaran-, yo seguiría con John.
Sonrió
y suspiré de alivio.
-
No te enfades, por favor, te prometo que iba a contártelo. No soporto que
desconfíes de mí de esa manera, Mike, te lo aseguro. Eso sí que no es justo.
Esta
vez, quien suspiró fue él.
-
Lo siento. Sé que últimamente no me estoy portando bien.
-
No es eso.
-
Sí es eso. Estoy demasiado alterado.
-
Lo estás –admití-, pero todos tenemos malas épocas.
-
¿Y la mía cuándo se va a acabar?
-
Cuando menos te lo esperes.
Acaricié
su rostro con lentitud y se acurrucó junto a mí. No soportaba verle así pero
con el paso del tiempo había aprendido que había poco que podía hacer al
respecto. No era mi culpa que se sintiera como se sentía; al contrario, sino
fuera por mí, estaría aún peor. Eso lo sabía, era muy consciente de ello, y
estaba orgullosa de poder significar tanto para él. De poder salvarle, como me
dijo en una ocasión.
El
problema es que no podía salvarle de todo lo que pasaba por su cabeza. Era
alguien tan simple y tan complicado a la vez.
Era
increíblemente fácil hacer que disfrutara con cualquier mínimo detalle, hacer
que sonriera, hacer que estuviera contento… Y sin embargo, al mismo tiempo, era
increíblemente difícil hacer que mantuviera esa sonrisa. ¿Por qué? Seguramente
se debiera a la magnitud de ideas que pasaban a lo largo del día por su cabeza.
Ideas que le habían acompañado desde la niñez y que, probablemente, sería muy
difícil que abandonara algún día. Ideas como la desconfianza. Ideas como la
soledad. Había crecido con ellas, había aprendido a ver el mundo con ellas, a
través de ellas. Sintiéndose solo y desconfiando de las personas. Así era él.
Cuando,
a medianoche, el cansancio hizo que ambos nos fuéramos a la cama, todo eso que
había estado dando vueltas durante gran parte del día volvió a mí de nuevo.
Michael me abrazó como solía hacer siempre y, en sus brazos, fui capaz de
entender algo muy simple; y muy complicado a la vez.
La
misma pregunta aterrizó en mi cabeza de nuevo: ¿iba a ser siempre así? ¿Iba a desconfiar
siempre de mí? Ahora ya tenía una respuesta. Sí, sería siempre así. Michael
desconfiaba de mí, y con casi total seguridad lo haría durante toda su vida. Y
yo, ¿estaba dispuesta a aguantarlo?
Y
entonces fue cuando lo entendí. Allí, en sus brazos, fui totalmente consciente
de ello.
Era
muy complicado, pues su desconfianza me dañaba de una manera que pocas personas
podían siquiera sospechar, por lo que era complicado que cualquier entendiera
que quisiera estar con él el resto de mi vida. Pero realmente quería. Y la
razón de esto, era muy simple: lo amaba. Y lo que viniera, si venía a su lado,
lo superaría.