Cansancio
Los dos
días siguientes se resumieron en dormir, trabajar y comer –lo último más bien
poco-. Me despertaba cada día con el tiempo justo para ir al trabajo cuando lo
normal en mí no era eso. Siempre me había gustado levantarme “pronto” para
aprovechar el día, pero las tres noches que había pasado desde el lunes había
decidido alargarlas todo lo que podía, por algo que podía resumirse con una
sola palabra: cansancio.
Cansancio
físico porque pasaba demasiadas horas en el restaurante, porque iba caminando
hasta él y volvía de igual modo y porque el frío se había vuelto aún peor, y
eso que creía que no era posible. Quería pensar que todo eso merecía la pena y
que nos iba a servir para estar un poco más aliviadas con el dinero, y me decía
a mí misma que no importaba tener que trabajar una semana duramente. Luego
llegaba a la conclusión de que no iba a ser sólo una semana, porque los
problemas económicos no se acabarían porque yo trabajara algo más durante 7
días. Así que cada noche regresaba a casa rezando porque finalmente Alex, el
amigo de Dani, viniera a vivir con nosotras y se acabara todo ese agobio que
sufríamos.
Cuando me
desperté esa mañana estaba especialmente cansada. El día anterior, a pesar de
ser miércoles, el restaurante había contado con una cantidad importante de
gente ya que había una fiesta en un local cercano que no conocía; nunca me
había molestado en adivinar dónde se celebraban todas las fiestas a las que acudían
las personas que después cenaban en el restaurante.
Me levanté
y me dirigí al calendario, sonriendo irónicamente: 14 de febrero. Jamás había
dado excesiva importancia al día de San Valentín, el día de los enamorados,
pero no hay que ser hipócritas: siempre hace ilusión pasarlo con tu pareja al
lado. Un detalle, una rosa, cualquier regalo por minúsculo que sea consigue
sacar una sonrisa a la mayoría de las personas en un día como ese. Y yo no iba
a tener ni detalles, ni rosas, ni un regalo minúsculo. Ni siquiera un simple
abrazo.
También
tenía un gran cansancio mental. No sabía nada de Michael desde que se había ido
y aunque quería con todas mis fuerzas confiar en él no podía entender que no me
hubiera llamado ni una sola vez. Eso me enfadaba y me entristecía a la vez; y
me hacía no parar de pensar en ello. Además, le echaba de menos. Mucho.
Probablemente estos días con tanto trabajo se hubieran pasado más rápidamente
si él hubiera estado a mi lado, pero estaba a kilómetros de aquí y quién sabe
qué estaría haciendo. Prefería no pensar en ello porque cada vez que lo hacía
me daban ganas de cogerme un avión; y no estábamos para derrochar.
Y con mi
habitual sinceridad conmigo misma, tenía que admitir que había dado muchas
vueltas a lo que había hablado con Edward; y a Edward en sí. Es cierto que me
enfadó profundamente todo lo que me dijo, pero una vez que el enfado se marchó
pensé seriamente en nuestra conversación. Primero llegué a la evidencia de que
encontraba interesante a ese chico, al menos hasta cierto punto. La manera en
la que hablaba, la forma de mirar, sus gestos… Mostraba tanta confianza, tanta
seguridad en sí mismo que me resultaba inevitable no sentirme al menos
mínimamente atraída por él. Tenía que aceptarlo, tampoco estaba cometiendo ningún
pecado ni traicionando a Michael de ninguna manera. Seguramente él también se sentía
atraído por otras chicas y no pasaba nada mientras sólo se quedara en eso:
atracción. Y lo mío, lógicamente, no pasaba de ahí.
Después
pensé en lo otro, que era lo que más importancia tenía para mí. “Una relación
tiene que aportarte, no tiene que quitarte”. Aquellas palabras resonaban en mi
cabeza una y otra vez, una y otra vez. El caso era que en parte estaba en lo
cierto: Michael podía quitarme ciertas cosas que cualquier otro chico podía
darme fácilmente. No podía negarme a mí misma que eso era verdad, aunque desde
luego a Edward no le iba a dar el gusto de darle la razón porque eso
significaría más esperanza para él y era lo último que quería. Cosas tan
simples como ir a pasear o comer un helado en un parque no podía dármelas;
cosas que realmente no necesitaba mientras pudiera correr por su jardín o comer
espaguetis en mi casa. Él siempre me había dicho que acabaría cansándome de
esta relación a medias y yo siempre le había llamado idiota por pensar eso. A
día de hoy seguía creyendo que era un idiota, él y cualquiera que pudiera
pensarlo. Pero de pronto me invadió la duda de saber si toda una vida así no
sería demasiado. Me sentí horriblemente mal por pensar eso y decidí no volverlo
a hacer.
Ahora
mismo una vida entera así no me parecía demasiado, me parecía insuficiente.
Insuficiente tiempo para estar a su lado. Y eso era lo que más me importaba en
estos momentos. ¿No?
Por otro
lado estaban las chicas. Cuando les conté todo lo que había pasado con Edward
la reacción que tuvieron me dejó aún más desconcertada de lo que ya estaba.
Pensaba que levantarían el hacha de guerra e irían en busca de ese tal Edward
que se había atrevido a decirme cosas así sin conocerme de nada, pero lo único
que hicieron fue preguntarme cómo me sentía yo y si me gustaba. En total la
conversación no duró más de 15 minutos; y 9 los gasté yo hablando de lo que
había pasado. Después se hizo el silencio; incómodo no, porque entre nosotras
nunca era incómodo.
Por alguna
razón que no acerté a adivinar en su momento, no las pregunté qué opinaban de
lo que me había dicho ni por qué se habían quedado tan calladas. Un día después
supe que no se lo había preguntado por miedo a que me dijeran lo que no quería
oír, lo que en el fondo sabía que opinaban: que Edward llevaba razón en lo que
me había dicho.
No quería
oír semejante cosa de la boca de mis dos ángeles, pero tenía que ser
consecuente conmigo misma, con lo que siempre había predicado: la verdad por
delante. Así que esa noche del 14 de febrero, mientras caminaba hacia casa
después de otro día duro en el restaurante, determiné que cuando llegara iba a
hablar con ellas de todo eso. Y no aceptaría otra cosa que no fuera la verdad.
Sin
embargo, al entrar en casa mis planes cambiaron de inmediato. Dejé las llaves
sobre la mesa del salón y, frunciendo el ceño por el desconocimiento, no paré
de clavar la mirada a un joven chico que estaba sentado en un sofá de nuestro
salón. Vestido de una manera informal, sonreía mientras él también me miraba y
se levantó cuando me aproximé hacia él. Guau, que alto era. Y muy rubio.
- Hola
–sonrió mientras me extendía la mano.
- Judith, te presento a Alex. Alex, esta es Judith.
Cambié el
gesto y suspiré de alivio cuando le estreché la mano. Por fin.
-
Encantada –sonreí-. Me alegra mucho verte por aquí, de verdad.
- A mí
también me alegra estar aquí –mostró una sonrisa sincera y volvió a sentarse en
el sofá. Yo me senté en el otro, al lado de Marina.
- Ha
venido hace una hora y media –explicó Nana-. Hemos empezado a hablar de todo un
poco, la casa, el precio, cómo sería la convivencia, le he contado un poco cómo
somos, aunque a mí ya me conoce claro. Ha preferido esperar a que vinieras tú y
así todas diéramos el visto bueno.
- Qué detalle
–sonreí.
- Me han
dicho que trabajas como camarera en el restaurante más de moda de la ciudad.
- Son unas
exageradas. Además, fíjate a la hora que llego, no sé si me merece la pena
trabajar allí o debería buscarme un trabajo en el que no tenga que estar de pie
tres mil horas al día, como me pasa con este.
- Y las
exageradas somos nosotras… -suspiró Marina haciendo que todos riéramos.
Durante
alrededor de una hora Alex me estuvo hablando de todo lo que se le puede hablar
a una persona a la que acabas de conocer; y de mucho más. Me contó cómo es su
trabajo, cuando empezó a trabajar, dónde dejó sus estudios, qué soñaba ser de
niño, me habló de sus padres, de sus tres hermanos, de sus amigos de la
infancia, de la relación que tiene con Dani, de lo bien que le cae Nana, de lo
increíble que le parecía que no nos conociéramos… Y yo, como no podía ser
menos, hice lo mismo. Entre todas le describimos un poco cómo era España y
hablamos de cuatro o cinco costumbres que reinan en todo el país, todo ello en
un buen ambiente. Resultó que Alex, aparte de ser agradable y simpático como se
había mostrado al principio, era un chico muy divertido, muy bromista, con
muchas anécdotas por contar con las que morirte de risa. Además, era
responsable e inteligente, y cuando tuvo que hablar de su novia lo hizo con
total respeto, y con algo más… Supuse que aún seguía queriéndola.
Cuando
afirmó que ya era tarde y debía irse creo que todas pensamos lo mismo: ojala
pudiera quedarse un ratito más. Así que la cosa estaba hecha, si se venía a
vivir con nosotras tendríamos ración de risas con él las 24 horas del día.
Acordamos volver a vernos al día siguiente y dejarlo ya todo completamente
apalabrado para que en los próximos días pudiera trasladarse al piso.
Después de
que se marchara nos quedamos las tres charlando en el sofá y todas compartíamos
la misma opinión: era el adecuado para vivir con nosotras. Nana, que le conocía
desde hace bastante tiempo, nos contó todavía más cosas de él que no hicieron
más que confirmar lo que ya pensábamos: era un buen chico.
Se supone
que aquel era el momento en que debía preguntarlas por todo el asunto de
Edward, pero el buen ambiente que había reinado en la casa desde que había
llegado me echó para atrás. Era un tema delicado y que seguramente nos llevaría
mucho tiempo hablar de ello, así que las di un beso de buenas noches a cada una
y decidí dejarlo para otro día.
Taché en
el calendario el 14 de febrero y volví a sonreír de la misma manera en que lo
había hecho por la mañana. Seguía sin saber nada de él y no me gustaba. Por
suerte para mí, el cansancio hizo que me durmiera en seguida.