20 de julio de 2012

Capítulo 79


Cansancio

Los dos días siguientes se resumieron en dormir, trabajar y comer –lo último más bien poco-. Me despertaba cada día con el tiempo justo para ir al trabajo cuando lo normal en mí no era eso. Siempre me había gustado levantarme “pronto” para aprovechar el día, pero las tres noches que había pasado desde el lunes había decidido alargarlas todo lo que podía, por algo que podía resumirse con una sola palabra: cansancio.
Cansancio físico porque pasaba demasiadas horas en el restaurante, porque iba caminando hasta él y volvía de igual modo y porque el frío se había vuelto aún peor, y eso que creía que no era posible. Quería pensar que todo eso merecía la pena y que nos iba a servir para estar un poco más aliviadas con el dinero, y me decía a mí misma que no importaba tener que trabajar una semana duramente. Luego llegaba a la conclusión de que no iba a ser sólo una semana, porque los problemas económicos no se acabarían porque yo trabajara algo más durante 7 días. Así que cada noche regresaba a casa rezando porque finalmente Alex, el amigo de Dani, viniera a vivir con nosotras y se acabara todo ese agobio que sufríamos.
Cuando me desperté esa mañana estaba especialmente cansada. El día anterior, a pesar de ser miércoles, el restaurante había contado con una cantidad importante de gente ya que había una fiesta en un local cercano que no conocía; nunca me había molestado en adivinar dónde se celebraban todas las fiestas a las que acudían las personas que después cenaban en el restaurante.
Me levanté y me dirigí al calendario, sonriendo irónicamente: 14 de febrero. Jamás había dado excesiva importancia al día de San Valentín, el día de los enamorados, pero no hay que ser hipócritas: siempre hace ilusión pasarlo con tu pareja al lado. Un detalle, una rosa, cualquier regalo por minúsculo que sea consigue sacar una sonrisa a la mayoría de las personas en un día como ese. Y yo no iba a tener ni detalles, ni rosas, ni un regalo minúsculo. Ni siquiera un simple abrazo.
También tenía un gran cansancio mental. No sabía nada de Michael desde que se había ido y aunque quería con todas mis fuerzas confiar en él no podía entender que no me hubiera llamado ni una sola vez. Eso me enfadaba y me entristecía a la vez; y me hacía no parar de pensar en ello. Además, le echaba de menos. Mucho. Probablemente estos días con tanto trabajo se hubieran pasado más rápidamente si él hubiera estado a mi lado, pero estaba a kilómetros de aquí y quién sabe qué estaría haciendo. Prefería no pensar en ello porque cada vez que lo hacía me daban ganas de cogerme un avión; y no estábamos para derrochar.
Y con mi habitual sinceridad conmigo misma, tenía que admitir que había dado muchas vueltas a lo que había hablado con Edward; y a Edward en sí. Es cierto que me enfadó profundamente todo lo que me dijo, pero una vez que el enfado se marchó pensé seriamente en nuestra conversación. Primero llegué a la evidencia de que encontraba interesante a ese chico, al menos hasta cierto punto. La manera en la que hablaba, la forma de mirar, sus gestos… Mostraba tanta confianza, tanta seguridad en sí mismo que me resultaba inevitable no sentirme al menos mínimamente atraída por él. Tenía que aceptarlo, tampoco estaba cometiendo ningún pecado ni traicionando a Michael de ninguna manera. Seguramente él también se sentía atraído por otras chicas y no pasaba nada mientras sólo se quedara en eso: atracción. Y lo mío, lógicamente, no pasaba de ahí.
Después pensé en lo otro, que era lo que más importancia tenía para mí. “Una relación tiene que aportarte, no tiene que quitarte”. Aquellas palabras resonaban en mi cabeza una y otra vez, una y otra vez. El caso era que en parte estaba en lo cierto: Michael podía quitarme ciertas cosas que cualquier otro chico podía darme fácilmente. No podía negarme a mí misma que eso era verdad, aunque desde luego a Edward no le iba a dar el gusto de darle la razón porque eso significaría más esperanza para él y era lo último que quería. Cosas tan simples como ir a pasear o comer un helado en un parque no podía dármelas; cosas que realmente no necesitaba mientras pudiera correr por su jardín o comer espaguetis en mi casa. Él siempre me había dicho que acabaría cansándome de esta relación a medias y yo siempre le había llamado idiota por pensar eso. A día de hoy seguía creyendo que era un idiota, él y cualquiera que pudiera pensarlo. Pero de pronto me invadió la duda de saber si toda una vida así no sería demasiado. Me sentí horriblemente mal por pensar eso y decidí no volverlo a hacer.
Ahora mismo una vida entera así no me parecía demasiado, me parecía insuficiente. Insuficiente tiempo para estar a su lado. Y eso era lo que más me importaba en estos momentos. ¿No?
Por otro lado estaban las chicas. Cuando les conté todo lo que había pasado con Edward la reacción que tuvieron me dejó aún más desconcertada de lo que ya estaba. Pensaba que levantarían el hacha de guerra e irían en busca de ese tal Edward que se había atrevido a decirme cosas así sin conocerme de nada, pero lo único que hicieron fue preguntarme cómo me sentía yo y si me gustaba. En total la conversación no duró más de 15 minutos; y 9 los gasté yo hablando de lo que había pasado. Después se hizo el silencio; incómodo no, porque entre nosotras nunca era incómodo.
Por alguna razón que no acerté a adivinar en su momento, no las pregunté qué opinaban de lo que me había dicho ni por qué se habían quedado tan calladas. Un día después supe que no se lo había preguntado por miedo a que me dijeran lo que no quería oír, lo que en el fondo sabía que opinaban: que Edward llevaba razón en lo que me había dicho.
No quería oír semejante cosa de la boca de mis dos ángeles, pero tenía que ser consecuente conmigo misma, con lo que siempre había predicado: la verdad por delante. Así que esa noche del 14 de febrero, mientras caminaba hacia casa después de otro día duro en el restaurante, determiné que cuando llegara iba a hablar con ellas de todo eso. Y no aceptaría otra cosa que no fuera la verdad.
Sin embargo, al entrar en casa mis planes cambiaron de inmediato. Dejé las llaves sobre la mesa del salón y, frunciendo el ceño por el desconocimiento, no paré de clavar la mirada a un joven chico que estaba sentado en un sofá de nuestro salón. Vestido de una manera informal, sonreía mientras él también me miraba y se levantó cuando me aproximé hacia él. Guau, que alto era. Y muy rubio.
- Hola –sonrió mientras me extendía la mano.
- Judith, te presento a Alex. Alex, esta es Judith.
Cambié el gesto y suspiré de alivio cuando le estreché la mano. Por fin.
- Encantada –sonreí-. Me alegra mucho verte por aquí, de verdad.
- A mí también me alegra estar aquí –mostró una sonrisa sincera y volvió a sentarse en el sofá. Yo me senté en el otro, al lado de Marina.
- Ha venido hace una hora y media –explicó Nana-. Hemos empezado a hablar de todo un poco, la casa, el precio, cómo sería la convivencia, le he contado un poco cómo somos, aunque a mí ya me conoce claro. Ha preferido esperar a que vinieras tú y así todas diéramos el visto bueno.
- Qué detalle –sonreí.
- Me han dicho que trabajas como camarera en el restaurante más de moda de la ciudad.
- Son unas exageradas. Además, fíjate a la hora que llego, no sé si me merece la pena trabajar allí o debería buscarme un trabajo en el que no tenga que estar de pie tres mil horas al día, como me pasa con este.
- Y las exageradas somos nosotras… -suspiró Marina haciendo que todos riéramos.
Durante alrededor de una hora Alex me estuvo hablando de todo lo que se le puede hablar a una persona a la que acabas de conocer; y de mucho más. Me contó cómo es su trabajo, cuando empezó a trabajar, dónde dejó sus estudios, qué soñaba ser de niño, me habló de sus padres, de sus tres hermanos, de sus amigos de la infancia, de la relación que tiene con Dani, de lo bien que le cae Nana, de lo increíble que le parecía que no nos conociéramos… Y yo, como no podía ser menos, hice lo mismo. Entre todas le describimos un poco cómo era España y hablamos de cuatro o cinco costumbres que reinan en todo el país, todo ello en un buen ambiente. Resultó que Alex, aparte de ser agradable y simpático como se había mostrado al principio, era un chico muy divertido, muy bromista, con muchas anécdotas por contar con las que morirte de risa. Además, era responsable e inteligente, y cuando tuvo que hablar de su novia lo hizo con total respeto, y con algo más… Supuse que aún seguía queriéndola.
Cuando afirmó que ya era tarde y debía irse creo que todas pensamos lo mismo: ojala pudiera quedarse un ratito más. Así que la cosa estaba hecha, si se venía a vivir con nosotras tendríamos ración de risas con él las 24 horas del día. Acordamos volver a vernos al día siguiente y dejarlo ya todo completamente apalabrado para que en los próximos días pudiera trasladarse al piso.
Después de que se marchara nos quedamos las tres charlando en el sofá y todas compartíamos la misma opinión: era el adecuado para vivir con nosotras. Nana, que le conocía desde hace bastante tiempo, nos contó todavía más cosas de él que no hicieron más que confirmar lo que ya pensábamos: era un buen chico.
Se supone que aquel era el momento en que debía preguntarlas por todo el asunto de Edward, pero el buen ambiente que había reinado en la casa desde que había llegado me echó para atrás. Era un tema delicado y que seguramente nos llevaría mucho tiempo hablar de ello, así que las di un beso de buenas noches a cada una y decidí dejarlo para otro día.
Taché en el calendario el 14 de febrero y volví a sonreír de la misma manera en que lo había hecho por la mañana. Seguía sin saber nada de él y no me gustaba. Por suerte para mí, el cansancio hizo que me durmiera en seguida.

Capítulo 78


¿Y puede?

Aproximadamente media hora después de que Edward se fuera, llegó mi turno para comer. Apenas quedaban un par de parejas en el restaurante así que podía comer con calma, echando infinitamente de menos a Angie, que hubiera sido de gran ayuda en esos momentos. Obviamente, no es que Edward hubiera creado algún tipo de duda en mí, pero lo cierto es que me había dejado descolocada. Según lo que me había dicho, notaba cierto interés por mi parte; y si él lo notaba, los demás también podían notarlo. Quizá de ahí venían los celos de Michael. Durante la comida estuve inmersa en mis pensamientos, buscando algún atisbo de curiosidad –como él lo había llamado- en mi comportamiento hacia él. No iba a mentir a nadie y mucho menos a mí misma, era cierto que si Michael no existiera probablemente hacía tiempo que habría aceptado salir con Edward. Pero Michael existía y mi curiosidad y mi interés por otros hombres se desvaneció cuando él llegó. ¿Fin del problema? En teoría, sí. ¿Pero entonces por qué seguía dándole vueltas?
Cuando esa pregunta acudió a mi mente por quinta vez en cuarto de hora, negué de inmediato con la cabeza y me levanté de un salto, haciendo que todos mis compañeros me miraran sorprendidos. Sonreí y me fui directa al baño a lavarme la cara con agua fría. Muy fría.
Sopese la idea de decir que me encontraba enferma y regresar a casa a parlotear con las chicas, pero la borré de mi mente al instante. El día anterior había decidido que durante toda esta semana me quedaría desde el mediodía hasta que el restaurante cerrara, así me sacaría un dinero extra y además daría descanso a otros compañeros que lo necesitaban más que yo.
Desde que Lorena se marchó la economía de la casa comenzó a descender, y más tras el despido de Marina del museo, así cualquier ingreso extra que pudiéramos tener nos iba a venir de perlas. Michael seguía insistiendo en ayudarnos y yo seguía insistiendo en que no; odiaba que habláramos de ello porque siempre conseguía hacerme sentir mal de una manera o de otra. Era incapaz de entender que siempre había sido muy independiente en ese tema, pero no iba a ser ahora cuando cambiara; no quería sentirme una mantenida, ni aunque fuera durante un mes. Me negaba rotundamente.
Hacía tres o cuatro días que Nana nos había comentado que un amigo de Dani de toda la vida buscaba un piso en el que vivir, porque hacía un par de semanas lo había dejado con su novia, con la que vivía, y rechazaba a toda costa volver a vivir con sus padres de forma permanente. Según nos había contado, el chico en cuestión se llamaba Alex, tenía 23 años y trabajaba en una empresa de construcción que daba bastantes beneficios. La idea de que se viniera a casa no nos pareció mal a ninguna así que quedamos en conocerle algún día de estos para acabar de darle nuestro visto bueno. No me hacía excesiva gracia compartir piso con un chico porque estaba claro que parte de la naturalidad que teníamos viviendo las 3 solas se iba a perder. Pero no nos quedaba otra opción.
El resto de la tarde fue, como se esperaba, tranquila; como cada lunes al fin y al cabo. Sólo unas pocas personas acudieron a media tarde a tomarse un café, lo cual no me beneficiaba. Si me mantenía ocupada, mi cabeza también lo estaría, pero de lo contrario –como estaba sucediendo- no pararía de darlo vueltas y vueltas, muy a mi pesar. No paré de recordarme todo el tiempo que realmente no tenía nada que pensar, ¿pero entonces por qué no paraba de hacerlo? ¿En qué pensaba realmente? No eran dudas lo que sentía. No. ¿No? “¡NO!”, me grité interiormente y me perjuré no volver a pensar nada semejante.
Con la llegada del anochecer el restaurante comenzó a llenarse y lo agradecí. No vendría demasiada gente así que en un par de horas podría estar en casa de nuevo, preparándome un vaso de leche caliente y metiéndome entre los millones de mantas que cubrían mi cama. Sólo de pensarlo sonreí como una boba.
Tal y como predije, dos horas y media más tarde me despedí de mis compañeros y, una vez me coloqué la bufanda que siempre me acompañaba en invierno, salí del restaurante.
No calificaría como una sorpresa lo que me encontré fuera, porque en realidad ya me había avisado. Con una gabardina negra que le llegaba hasta las rodillas y un bonito sombrero, Edward estaba esperándome justo a la derecha de la puerta, por donde yo tenía que pasar si quería llegar a mi casa.
Me quedé inmóvil, mirándole fijamente y sin ninguna intención de decirle más que un simple “buenas noches” y continuar mi camino.
- Buenas noches –le sonreí cuando pasé por su lado y, como estaba dispuesta a hacer, seguí hacia delante.
- ¿No quieres que te acompañe a casa? Es una noche fría, una compañía resultaría muy agradable –se colocó a mi lado y comenzó a caminar a la par que yo.
Suspiré.
- Es cierto que hace frío, pero no veo de qué forma tu compañía podría servirme para combatirlo –le contesté sin ni siquiera mirarle. Si me mostraba indiferente, se cansaría.
No, que ridiculez. Claro que no se cansaría. Si no lo había hecho hasta ahora, qué me hacía pensar que sería este el momento, justo cuando le daba la oportunidad de acompañarme a casa. “Debería pegarle un puñetazo e impedirle que siguiera avanzando”. Mi mente rió ante la idea, pero nunca había sido violenta y no empezaría a serlo ahora. Educada y simpática, eso sí que lo había sido siempre. Entonces lo que tenía que hacer era pedirle de forma simpática y educada que se quedara donde estaba, que no caminara más. Sí, eso tenía que hacer.
¿Pero por qué no lo hacía?
- Hay varias formas de hacerlo frente, ahora que lo dices.
- Ninguna que me interese –me entró un escalofrío y se colocó más cerca de mí-. No sé si has oído mi frase anterior –esta vez si le miré. Y rió.
- ¿Ni siquiera calor corporal?
- Es lo último que quiero ahora mismo.
Al menos TU calor corporal”.
Pero me entró otro escalofrío y volvió a acercarse a mí. La verdad es que era una noche muy fría, de las más frías que había conocido en Los Ángeles. Y yo era alguien que necesitaba calor para ser persona, el frío y yo no éramos compatibles y cuando estaba presente me afectaba mucho.
- Ya hemos llegado –sonrió y se detuvo en seco. Por alguna razón hice lo mismo.
- ¿Perdón?
- Te presento a Bill –sonrió y extendió una mano hacia la carretera. Le miré sin entender y se acercó a un coche que estaba aparcado. Ahora sí lo entendía-. Mi padre siempre me decía que los mejores coches son los que tienen nombre. De pequeño tuve un amigo, un gran amigo, que se llamaba Bill. Crecimos y dejamos de vernos, aún no sé por qué. Pero cuando me compré el coche fue el primer nombre que se me vino a la cabeza, así que… Bill, te presento a la encantadora Judith -no pude evitar reírme y se aproximó de nuevo a mí-. Déjame que te lleve a casa, estás helada y tiritando tres veces por minutos no llegarás muy lejos.
Quería decirle que no, que estaba bien y que podía llegar sola a casa perfectamente, sin la ayuda ni el “Bill” de nadie. Pero el frío era demasiado para mí y en menos de dos minutos ya habíamos arrancado en dirección a mi calentita y acogedora casa.
- Cuéntame cosas de ti –dijo de pronto. Tras hacer un par de comentarios más acerca del frío y la noche que teníamos, nos pasamos los siguientes dos o tres minutos en silencio. Imaginé que no era un hombre que aguantara bien las situaciones en las que nadie hablaba-. No esperarás estar todo el camino callada.
Sabía que tenía razón. Ya que me llevaba a casa al menos debía ser amable con él.
- ¿Qué quieres saber?
- ¿Cómo una chica española ha acabado trabajando en un restaurante de Los Ángeles? –Preguntó a los pocos segundos.
- ¿Cómo sabes que soy española?
- Tu acento –me miró fugazmente-. Hace tres años estuve en Madrid, cerrando un negocio. Pocos meses más tarde viajé a Barcelona también por trabajo. Desde entonces he ido a ambas ciudades un par de veces al año. Además, uno de mis mejores amigos es de Salamanca –pronunció el nombre la ciudad de una manera realmente divertida-. Así que reconozco cuando un español balbucea inglés.
- Yo no balbuceó –repliqué.
- Es cierto, lo hablas bastante bien para tener… ¿Cuántos? ¿20 años?
- Casi.
- 21.
- Error.
- Me rindo –dijo riéndose. Yo también reí, y después bajé la cabeza. El hombre egocéntrico y algo pesado que había conocido en el restaurante había desaparecido. Edward parecía alegre, simpático y divertido. Se notaba que había viajado, que había visto mundo y que lo suyo eran las relaciones personales, conocer gente. Eso le hacía alguien interesante, sin duda.
-¿Quieres saber qué más quiero saber? –Asentí, aunque no estaba segura de que me hubiera visto-. ¿Cómo una chica española ha acabado robándole el corazón a Michael Jackson? –Le miré sorprendida y me dedicó otra mirada, esta vez más duradera-. No me preguntes cómo lo sé porque lo único que puedo responderte es que lo sé por mis contactos. Me muevo mucho por el mundo de la música, del cine… Digamos que llegó hasta mis oídos, una vez que ya te conocía. Me sorprendí mucho, la verdad. Pero me gustó.
- ¿Te gustó? –Ahora sí estaba del todo desconcertada.
- Es un reto -reí irónica y me giré hacia el cristal de mi ventana, sin querer mirarle ni un segundo más. Noté su mirada clavándose en mí-. ¿Qué te hace gracia?
- Tratas a las personas como si fueran un reto, eso me hace gracia.
- No te equivoques, ya estaba interesado en ti mucho antes de que supiera que tenías una relación con él –permaneció callado unos segundos y cuando comprendió que no iba a contestarle decidió seguir hablando-. Soy un hombre aventurero, curioso, al que le intriga todo, que quiere conocer y ser conocido… Es por eso que estoy interesado en ti. Me pareces una aventura, me despiertas mucha curiosidad y mucha intriga, no pareces ser como los demás y hace muchos años que no veo eso en alguna chica. Además soy un luchador, todo lo que tengo me lo he ganado por mis propios méritos. Suelo perseguir lo que quiero y me gusta que haya obstáculos, porque cuanto más difícil sea más disfrutaré una vez conseguido. Por eso lo considero un reto. Tu novio es un obstáculo muy grande.
- Es un obstáculo insalvable, diría yo.
- No creas, he conocido obstáculos aún peores y los he superado.
- ¿Quieres que hable claro? –Volví a dirigirle la mirada y pude ver en su rostro que la pregunta le sorprendió. Supuse que quería seguir hablando con rodeos, con metáforas y con cualquier otra cosa que no supusiera decirle un “no” rotundo. Pero ese “no” tendría que escucharle algún día-. Probablemente si Michael no estuviera en mi vida tu despertarías la misma curiosidad y la misma intriga que dices que despierto yo en ti. Pero Michael está, está desde hace mucho tiempo y lo cierto es que quiero que siga estando durante toda mi vida. Así que lo siento, pero creo que deberías olvidarte, si es que esa es la expresión. No vas a conseguir nada, Edward, de verdad. Le quiero.
Siguió conduciendo callado, con la vista al frente. La esperanza de que lo hubiera comprendido creció en mí, pero vi una media sonrisa en su cara y la deseché. Por lo visto, era un hombre implacable.
- Entonces me alegro, cuéntame cómo es tu relación con él.
No comprendí muy bien a qué se refería así que sonreí tímidamente y me limité a contestar lo más sencillo.
- La verdad es que estamos muy bien -el coche frenó lentamente y comprendí que ya habíamos llegado-. Muchas gracias por traerme, en serio. Me has ahorrado un gran camino bajo este frío.
- Espera, me gustaría preguntarte algo más –después de todo, se lo había ganado, así que asentí y me coloqué en el asiento de tal manera que pudiera mirarle más cómodamente. Él hizo lo mismo-. ¿Vais mucho de paseo? –Preguntó al fin.
- ¿Cómo?
- Los Ángeles es una ciudad fantástica, ¿te ha llevado a recorrer sus calles hasta que os duelan las piernas? –No supe que responder así que permanecí callada. Tampoco hubiera sido necesario decir nada, él tenía la intención de seguir hablando-. ¿Te lleva mucho al cine? Y en verano, ¿te lleva a comer un helado a algún parque de la ciudad? ¿Vais a restaurantes a comer o cenar tranquilamente? ¿Te ha enseñado…?
- ¡Para! –Le corté-. Sé a dónde quieres llegar, no sigas por ahí, Edward. No me importa…
- ¿No te importa tener que pasarte día y noche de casa en casa porque él no sea capaz de salir a la calle? –Esta vez fue él quien me interrumpió.
- No, no me importa en absoluto –contesté firmemente.
- Date cuenta de todas las cosas que te está quitando.
- No me está quitando nada.
- Te está quitando mucho, Judith. Mucho. Te está quitando la posibilidad de tener una relación normal con alguien normal.
- Él es normal, igual que nuestra relación –elevé el tono de voz. Lo había conseguido: me había enfadado-. Y tú no eres nadie para juzgarme, ni a mí, ni a él, ni a lo que tenemos.
- Lo miró desde una perspectiva objetiva. Comprendo que le quieras pero…
- ¡Pero nada! Tú no sabes nada, nadie sabe nada excepto él y yo. ¿Crees que me molesta tener que dar 3000 paseos por su jardín por no poder ir a otro sitio? No me importa lo más mínimo, porque lo único que realmente me importa es estar con él. ¿Y sabes qué? No quiero seguir hablando.
Salí del coche y caminé hacia el portal dando por finalizada la conversación. Cuando una mano sujetó mi brazo me di cuenta de lo acostumbrada que estaba a Michael: él no habría salido del coche, porque rara vez podía hacerlo sin que alguien le conociera.
- Sé sincera contigo misma, sabes que en parte llevó razón. Una relación tiene que aportarte, no tiene que quitarte –dijo colocándose frente a mí-. Si me dieras una oportunidad te demostraría lo que es tener pareja de verdad, no te quitaría de nada. Sé cómo hacerte feliz y puedo hacerlo.
- Él también sabe –intenté seguir caminando hacia la puerta pero me impidió pasar.
- ¿Y puede? –me sostuvo por los hombros y nuestras miradas chocaron-. Dame una oportunidad… -susurró, al tiempo que se acercaba cada vez más a mi cara. Cuando me di cuenta de lo que estaba pasando le aparté con la mano bruscamente.
- Ni se te ocurra hacerlo o te ganarás un bofetón. Y créeme, te lo daría sin ningún tipo de remordimiento de conciencia.
- Está bien, no voy a besarte hasta que no me pidas que lo haga –sonrió. Sorprendentemente conservaba el buen humor; no podía decirse lo mismo de mí-. Me pregunto cuánto tardarás.
- Quizá al siglo que viene –sonreí yo también, pero no era una sonrisa que destilaba alegría, ni tampoco simpatía. Caminé hasta el portal y abrí lo más rápido que pude la puerta, aunque tenía la seguridad de que esta vez no iba a venir hacia mí.
En efecto, cuando me giré para cerrar la puerta tras de mí seguía parado en el mismo sitio. Y por alguna razón, también continuaba sonriendo.

17 de julio de 2012

Capítulo 77


Cuestión de confianza

Michael se levantó –como ya me había dicho- demasiado pronto para poder ir a su casa con el tiempo suficiente; últimamente no le gustaban nada las prisas, prefería la tranquilidad y la calma. Me despedí de él a regañadientes y con los ojos aún cerrados prácticamente del todo. Me negaba a dejarle ir, a que estuviera lejos de mí durante unos días, pero sabía que ya no había vuelta atrás, así que le di dos mil besos y prometí darle cuatro mil cuando volviera.
Después de que se fuera no pude volver a dormir más de una hora del tirón, pero como hasta las dos no tenía que ir a trabajar me negué a levantarme tan temprano y decidí seguir en la cama. Así pasó buena parte de mi mañana, entre sueños extraños que hacía un par de días venía teniendo. Con el tiempo había llegado a la conclusión de que soñar mucho me parecía más una virtud que un defecto. Muchas personas odiaban hacerlo argumentando que eso les impedía descansar de verdad; a mí me sucedía lo contrario. Soñar significaba libertad total, sacar todo de ti. Lo adoraba. Pero también tenía su parte negativa.
Esa mañana tuve tres sueños. Dos los recordaba a la perfección, otro había detalles que se me escapaban.
Del primero que tuve podía hablar como si realmente lo hubiera vivido: en él aparecíamos Michael y yo de la mano, sonriendo, hasta que una ráfaga de viento se le llevaba volando y el sol que hasta entonces brillaba comenzaba a descender y se rompía contra la carretera que se hallaba ante mí y que, de repente, parecía infinita. Me quedaba a oscuras y completamente sola.
Mi segundo sueño parecía una extensión del primero, aunque entre ellos hubiera habido una interrupción cuando me desperté. Me encontraba en una carretera, hubiera jurado que la misma que había hecho que el sol estallara en mil pedazos. Corría a través de ella mientras a lo lejos se proyectaba una imagen de lo que parecía ser una corona de cristal. Quería alcanzarla pero cuanto más corría más se alejaba de mí, y la oscuridad iba estando presente poco a poco. Con el paso del tiempo me encontré completamente a oscuras, como en el anterior sueño, corriendo hacia ningún lugar y escuchando cómo Michael me llamaba. Trataba de gritar pero carecía de voz. Y entonces me desperté.
Del tercer sueño no recordaba tanto como de los anteriores, pero también era bastante nítido. Me encontraba en una playa, frente a un agua cristalina que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Como siempre, Michael aparecía en mi sueño; estaba justo a mi lado, su voz sonaba cercana y la mía, al menos, era audible. Me sonreía y me miraba como acostumbra a hacer, o eso recordaba. Pero entonces comenzaba a llover y nosotros a correr. La confusión hizo que le perdiera en medio de un bosque cuyos árboles tocaban las nubes y entre ellos aparecía la figura de una chica joven y hermosa; y sonriente.
Cuando me desperté sabía que esa chica era Natalie y también sabía el porqué de todo aquello. Tenía miedo a que se marchara de mi lado, a que una simple ráfaga de aire se lo llevara, a perseguirle y no encontrarle, a que le perdiera en medio del caos, por cualquier desconcierto.
La corona de cristal que se mostraba ante mí era otra historia y formaba parte de otro tipo de miedo. Siempre había sabido que una corona así nunca pertenecería a una chica como yo y no me importaba realmente. Lo que me afectaba, lo que siempre me había atemorizado, era no estar a la altura del chico que merecía mil coronas, y que desde hacía unos meses estaba –inexplicablemente- a mi lado.
Decidí no darlo muchas vueltas, al fin y al cabo eran miedos que siempre habían rondado en mí. Así que me levanté de la cama esperando que las chicas estuvieran en su puesto habitual: el sofá. Y así fue.
- Buenos días dormilona. ¿Eres consciente de que te quedan dos horitas para entrar a trabajar? Estaba a punto de tirarme encima de ti para despertarte –sonrió Marina-. Uy, que mala cara tienes. No habéis dormido mucho esta noche, ¿eh pillina?
- Estúpida –me reí mientras me sentaba a su lado-. Hasta que Michael se ha ido hemos dormido –recalqué las dos últimas palabras- a la perfección. Ha sido al irse cuando no he podido dormir mucho más, he tenido unos sueños horribles en los que Michael desaparecía de pronto, me quedaba a oscuras, corría y no llegaba a ningún lugar… –suspiré.
- Con lo bien que te lo has tomado… Por algún lado tenías que explotar, estaba claro -miré a Marina sorprendida pero ella ni se inmutó y continuó hablando con total normalidad-. Si mi novio se fuera siete días con una chica que intenta robármelo montaría la tercera guerra mundial. Y tú le dices que se lo pase bien. Eres un ángel.
Levanté la mirada y la dirigí hacia Nana, que asentía lentamente.
- Es una cuestión de confianza –dije con seguridad.
- Cuestión de lo que quieras pero te lo has tomado increíblemente bien –continuó Nana-. No digo que tuvieras que enfadarte o amenazarle con dejarle, ni mucho menos, sabes que no soy de montar escándalos y creo que nadie debería hacerlo. Pero aun así, es una situación complicada, sabes las intenciones de Natalie y sin embargo le dices que se vaya, que no te importa.
- ¿Y qué podía hacer? ¿Prohibírselo? –No entendía por qué de repente me decían todo aquello. ¿Querían que fuera tras él y le obligara a volver?
- ¿Ni siquiera estás algo preocupada?
- ¿Debería estarlo? –Mi voz sonó angustiada de pronto. ¿Mis mejores amigas estaban preocupadas y yo no? ¿Significaba eso que era una ingenua o una estúpida, o ambas cosas? Ninguna contestó a mi pregunta, me incorporé ligeramente en el sofá y las miré a las dos un par de veces-. ¿Vosotras lo estaríais si estuvierais en mi lugar?
- Sí, seguramente –afirmó Marina-. Ayer cuando nos hablaste de ello lo hacías con tanta calma, con tanta tranquilidad… Como si realmente no te importara que se fuera con ella.
- Es que no me importa –sonreí aunque no sabía bien por qué-. O no me importaba hasta que me habéis empezado a meter miedo.
- No, no, Judi no es eso. No pretendemos asustarte porque estamos seguras de que Michael no hará absolutamente nada. Te quiere, es evidente, no va a arriesgar todo esto por una tontería –Nana se levantó de su sofá y caminó hasta ponerse frente a mí, dobló las rodillas y se colocó más o menos a mi altura-. Sólo nos asombra lo bien que te lo has tomado.
- Ya no sé ni qué pensar.
Desvié mi mirada de ellas y me mordí el labio. Ingenua y estúpida, ambas cosas, sí. Mis sueños y mis amigas habían tenido que decirme lo que yo no me atrevía a sacar de mí: que en el fondo sí me preocupaba que se fuera con ella tantos días. Es cierto lo que había pensado antes de levantarme de la cama, esos miedos siempre habían estado presentes en mí, pero si en los últimos dos días habían regresado con mayor insistencia era por algo. Suspiré alrededor de tres mil veces en los dos minutos en que permanecieron calladas, sin saber qué decirme. Debería odiarlas por haber sembrado la duda en mí pero después recordé que antes que ellas habían sido mis sueños los que habían empezado con ello.
- No me digas que ahora sí te has preocupado –Marina me dio un codazo que sirvió para moverme un poco. Recobré la misma postura rígida al segundo y la miré.
- Y qué quieres que haga si me decís estas cosas, listilla.
- Ignorarnos.
- Cómo si eso fuera posible –hice una mueca.
- Qué más da lo que te digamos nosotras, lo que te digan los demás. Guíate por lo que creas tú.
- ¿Yo o mi subconsciente? Porque lleva varios días enseñándome lo que más temo.
- Lo que más temes, no lo que va a pasar. Yo también temo que algún día vosotras os vayáis de mi lado y eso no significa que vaya a pasar –miré a Nana. Esa frase era justo lo que necesitaba-. Que sueñes eso significa que eres humana, que tienes tus miedos igual que todo el mundo; no significa que vaya a suceder.
- De hecho, no va a suceder –siguió Marina. Parecía que se habían repartido lo que tenían que decirme-. Lo único que te hemos dicho es que nos extrañaba que no estuvieras preocupada ni lo más mínimo, porque cualquier persona que quiere a otra estaría preocupada en este caso. No lo des más vueltas, no hemos querido decir nada más. Confiamos en Michael tanto o más que tú. Sino siempre podemos acabar con él, ya sabes –juntó sus dos manos y formó un puño con una de ellas. Fue inevitable que se me escapara una sonrisa.
- Sois idiotas, con lo tranquila que estaba al levantarme, sin pararme a pensar en ello.
- Perdónanos y sigue tranquila, porque no va a pasar nada –Nana parecía segura de lo que decía.
- Vale, poneos en mi lugar por un instante. Si Michael fuera Adrien o Daniel, si vosotras supierais que no va a pasar nada, si confiarais en ellos muchísimo… ¿Estaríais preocupadas aun así?
- Sí –respondieron al unísono.
- ¿Seguro?
- Al ser humano le gusta torturarse a sí mismo, siempre lo he dicho y siempre lo diré. Nos gusta pensar las cosas alrededor de siete millones de veces y por lo general somos más bien negativos. Le confiaría a Adrien mi vida y tú lo sabes… -Marina puso esa cara que suele poner cuando quiere convencerme de algo y asentí sonriendo- Pero pese a ello no podría evitar pensarlo. Aun sabiendo que no haría nada, porque lo sé.
- ¿Tú confías en él? –Preguntó Nana concentrando mi atención.
- Mucho.
- Pues fin de la historia –se incorporó y volvió al sofá donde se encontraba antes-. No dejes de hacerlo porque se ha ganado tu confianza.
- Punto y final –sentenció Marina-. Calma y tranquilidad, como hasta ahora. Cuando vuelva no dormiréis tan bien como esta noche porque vendrá con muchas ganas de ti –levantó las cejas dos o tres veces y reímos las tres.
- No cambiarás nunca –moví la cabeza en señal de negación.
- Ni quieres que lo haga, a mí no me engañas.
Todavía sonriendo me repetí ese “cuestión de confianza” que había dicho minutos antes. Claro que confiaba en él, mucho, muchísimo, en ocasiones más que en mí misma. No pasaría nada porque Michael me quería. Fin de la historia.

De camino al restaurante me maldije a mí misma varias veces. Primero porque sólo a mí se me ocurría ir andando en invierno, aunque quién me iba a decir que en Los Ángeles iba a hacer tanto frío. Observaba a la gente por la calle y no les veía tan abrigados como iba yo, entonces recordé lo sumamente friolera que siempre había sido y volví a maldecirme.
Seguía dando vueltas a lo que había hablado con las chicas esta mañana y por ello también me maldije. Me repetía una y otra vez que confiaba en él pero era inútil, la preocupación volvía a mí a la velocidad de la luz. Una vez que tienes una duda en la cabeza es casi imposible aniquilarla hasta que no se resuelve. Y ahora mismo lo único que podía resolverlo era que Michael llegara, me dijera que me quería y me abrazara fuerte fuerte fuerte… Pero para eso quedaba seis días enteros, con sus minutos y sus segundos. Y sus noches y mis sueños. Me maldije otra vez.
Tras cambiarme y ponerme el “uniforme” de trabajo, la imagen que me encontré en el restaurante no mejoró el panorama que había tenido durante el día. Edward conversaba con una joven mujer a la entrada, por lo que supuse que estaban esperando a que se les concediera una mesa para comer. Era inevitable fijarse en la mujer que estaba con él: con unos tacones impresionantes, lucía un vestido color crema que realzaba su tono de piel. Su pelo castaño parecía interminable y el blanco de sus dientes deslumbraba si la mirabas durante demasiado rato. Arqueé una ceja y, ni corta ni perezosa, me acerqué hasta ellos.
- Buenas tardes –sonreí amablemente-, ¿quieren que les acompañe a una mesa?
- Sería un placer –la joven mujer me devolvió la sonrisa y comprobé lo que había visto de lejos: era realmente guapa y no tendría más de 35 años.
- Por aquí, por favor.
Les llevé hasta una de las mesas más alejadas de la puerta, suponiendo que querían algo de intimidad. Fue un alivio comprobar que Edward venía acompañado de una mujer joven y atractiva, y supuse que por fin se había dado por vencido. Pero también me resultó asombroso comprobar que todavía no me había dirigido ni una palabra. Quizá había decidido que, ante mi pasividad, lo mejor era dejar de insistir.
- En seguida les traigo la carta –sonreí de nuevo y caminé deprisa.
Cuando me dirigí de nuevo hacia ellos la mujer ya no estaba, y no pude evitar reírme de nuevo.
- Últimamente parece que vienes mucho por aquí –comenté indiferente mientras le entregaba el menú.
- Sigo tratando de convencerte para que me des una oportunidad -curvó los labios y me miró como solía hacer. Mis esperanzas de su rendición acabaron con aquella primera frase.
- Oh, vamos, ni siquiera me conoces –susurré.
- Dame una oportunidad para hacerlo –sostuvo mi mano y me obligó a mirarle. Sus ojos brillaban demasiado y la sangre corrió hasta mis mejillas haciendo que me sonrojara.
- Me pregunto qué pensará tu acompañante de todo esto –me zafé de su mano y coloqué la otra carta en el sitio donde debería estar la mujer-. ¿Ya la has espantado?
Para mi sorpresa, rió a carcajadas. Tanto que los de la mesa de al lado se giraron y no tuve más remedio que sonreír.
- ¿Estás celosa?
- ¿Por qué iba a estarlo? –Pregunté divertida.
- Eso mismo me pregunto yo, porque esa mujer es mi hermana y la he traído a que te conozca.
Boquiabierta como estaba, decidí darme la vuelta y alejarme de allí. Estaba casi hasta enfadada, ¿la ha traído a que me conozca? Imaginé que era otra de sus tonterías, ¿pero por qué tenía que mentirme de esa manera?
Les serví todo lo que pidieron educadamente pero sin la menor gana, cada minuto en esa mesa se me hacía interminable y notaba la mirada de ambos constantemente clavada en mí. Pero educación y profesionalidad ante todo, así que en ningún momento se borró la sonrisa de mi cara.
Cuando se acercó a mí, una vez terminada la comida y con su supuesta hermana esperándole en la puerta, mi sonrisa ya no estaba presente.
- Le has parecido guapísima, sino fuera tan tímida te obligaría a cenar un día conmigo.
- Menos mal que lo es, no me gustaría tener que contestarla mal.
Rió.
- ¿Por qué te empeñas en decirme que no?
- ¿Quizá por qué no me interesas?
- ¿Entonces por qué me miras así?
Antes de contestarle una barbaridad conté hasta diez y me calmé.
- No sé cómo crees que te miro, pero me da que estás equivocado.
- No –rió de nuevo-, no lo estoy. Sientes curiosidad, eso como poco –se mordió el labio y clavó tan fijamente sus ojos en mí que parecía que me iba a romper sólo con mirarme-. ¿Trabajas esta noche o sales ya?
- No tengo por qué contestar a esa pregunta –sonreí inmensamente.
- Claro que no, ya lo averiguaré por mi cuenta. Probablemente te espere en la puerta hasta que salgas, y no me importa si tengo que esperar horas, algo me dice que hoy es mi día.
Se acabó la calma. No podía permitir que siguiera diciendo esas cosas, no solamente por mí, también por él. No iba a llegar a ningún lado, no iba a conseguir nada de mí, así que lo mejor era que terminara ya con esto.
- Edward, escucha…
- No, escúchame tú a mí –me cortó-. Te estaré esperando y te acompañaré a casa, sin ninguna intención que no sea conversar un rato contigo lejos de estas paredes. Ya me he cansado de mirarte siempre a la distancia y de tener que arrancarte tres frases que pronuncias siempre con educación. Quiero conocerte, conocerte de verdad, saber cómo eres fuera. Que me insultes si es necesario, si así eres realmente tú. Sólo déjame hacer eso, ¿lo harás? –Habló tan rápido que no me dio tiempo a interrumpirle en mitad de su discurso y cuando quise responderle ya había vuelto a abrir la boca-. Lo harás, porque eres una chica tremendamente simpática y porque en el fondo te caigo bien. Y te intrigo, lo sé. Nos vemos luego, preciosa.
Y sin más, se fue.

Capítulo 76


Casi nada

Habían pasado dos días desde aquella mañana en la que afirmé no soltarle… Y no había vuelto a verle. Prometió venir a casa esa tarde y quedarse a dormir aunque al día siguiente tuviera que levantarse temprano para marcharse. Según él no había venido hasta entonces porque tenía que preparar todo el viaje. Según yo… Odiaba sus repentinas vacaciones. No es que no pudiera pasar un día entero sin él, claro que podía, en muchas ocasiones habíamos estado tres o cuatro días enteros sin vernos por sus compromisos. Me resultaba pesado porque me había acostumbrado a verle en mi día a día, pero no era algo horriblemente insoportable.
Ahora bien, esto era distinto. No le veía porque estaba organizando todo para irse a muchos kilómetros de aquí con uno de los pocos habitantes que yo odiaba en este planeta; probablemente ocupaba la primera posición en mi lista de odios.
Había prometido confiar en él –siempre lo había hecho- y así iba a ser, pero la idea de que se fueran no me hacía gracia; y era comprensible. Trataba de no darle muchas vueltas a toda la historia de la perfecta Natalie con mi perfecto Michael, pero cada vez que lo hacía me daban ganas de romper cuatro o cinco platos del restaurante. Contaba hasta diez y me recordaba a mí misma que no tenía nada que temer. O eso quería pensar.
Salí del restaurante a eso de las seis de la tarde, cuando las comidas habían finalizado y estaba todo perfectamente recogido. Sam estaba esperándome en la puerta y sonreí al instante, imaginando que Michael ya estaría en casa.
- Hola, Sam. Espero que no lleves demasiado aquí –le di un beso en la mejilla cuando me acerqué a él y me sonrió cortésmente. La relación que tenía con Sam era estupenda, habíamos llegado a cogernos mucho cariño en este tiempo.
- No se preocupe en absoluto, hubiera esperado mucho más tiempo –me indicó con un gesto el camino a seguir hasta el coche y emprendí la marcha en cuanto le divisé, a unos pocos pasos de nosotros.
- ¿Has llevado a Michael hace mucho a mi casa? Debe estar muriéndose del aburrimiento.
- El señorito Michael está esperando dentro del coche.
Me detuve en seco y le miré estupefacta.
- ¿En serio?
- Por supuesto.
Sonreí ampliamente y corrí hacia el coche. Abrí la puerta trasera a toda prisa y allí estaba. Se quitó las gafas de sol y me miró con cara de sorpresa por mi alborotada entrada. Me tiré encima de él y le besé con ganas, en medio de sus risas.
- No esperaba que vinieras hasta aquí –susurré cuando decidí retirar mis labios de los suyos. Aunque no sería por mucho tiempo.
- De eso se trataba –acarició mi cara y sonrió-. ¿Todo bien?
- Muy bien.
El coche arrancó haciendo que me sobresaltara. Ni siquiera me percaté de que Sam había entrado cuando ya estábamos iniciando el trayecto a mi casa.
- En realidad estoy cansada –abrí la puerta de casa y fui directa a tumbarme al sofá esperando que Michael hiciera lo mismo-. Ha habido bastante gente hoy comiendo. Estoy segura de haber visto a un actor pero no recuerdo muy bien su nombre. Henry… Henry algo.
- ¿Algo? –Sonrió sentándose a mi lado-. Algo es un apellido muy común, lástima no apellidarme “algo”. Michael Algo. Suena bien.
- Otra cosa no, pero reírte de mí se te da de lujo.
Me acurruqué contra el brazo del sofá y se movió hasta colocarse muy cerca de mí.
- No es lo único que se me da bien, preciosa.
Me besó dulcemente y no tuve ninguna intención de apartarle; fue él quien puso un poco de “calma” entre nosotros.
- ¿No quieres saber ningún detalle de mi viaje?
- Ahora mismo no quiero saber nada de nada –volví a arrastrarle hasta mí sosteniendo su cuello, pero como siempre su fuerza de voluntad fue mayor que nada. Sonrió y se incorporó ligeramente. No me quedó otra opción que hacer lo mismo-. Si insistes… Cuéntame.
- Lo hago por ti, pequeña. Si tú te fueras de vacaciones me gustaría saber con quién, a dónde, cuánto tiempo…
- El con quién ya lo sé –le corté con una mueca en el rostro y dirigiendo mi mirada a otro lado-. ¿Sabes lo que me gustaría saber? El por qué. No por qué quieres irte tú, eso lo imagino. Más bien quiero saber por qué os han dicho que vayáis con ellos.
- Mi madre y Michelle son buenas amigas desde hace años, se conocen bien. Supongo que habrá notado el estado anímico de mi madre y no hace falta ser adivino para saber cuál puede ser la razón. No he hablado de esto con ella, pero estoy convencido de que le ha propuesto alejarse un poco de todo este entorno con la esperanza de que vuelva a ser la Kate que todos conocemos –hizo una pausa a la espera de que yo dijera algo pero me mantuve callada. Hasta ahora, todo me parecía normal. Lo extraño comenzaba en la parte en la que Michael y Natalie entraban en ese viaje de amigas-. ¿Por qué voy yo? Imagino que mi madre querrá tenerme con ella, y sabe que tampoco es un buen momento para mí. Por la misma razón también viene Janet, es una niña, es mejor que desconecte un poco aunque sea por unos días. Ese es el por qué –sonrió. Noté cómo buscaba comprensión por mi parte así que asentí con media sonrisa.
- ¿Y el por qué de que vaya Natalie?
- Eso ya no lo sé –admitió-. Supongo que pocas personas rechazarían un viaje a Nueva York, aunque según tengo entendido ella suele viajar mucho allí.
Hice otra mueca. Si quería le decía yo la razón por la que Natalie se había apuntado al viaje.
- ¿Cuántos días vais a estar? –Pregunté obviando el tema de mi mejor amiga.
- En un principio siete días.
- Define “en un principio” –enarqué una ceja. No me gustaba como sonaba.
Por lo visto le hizo gracia. Comenzó a reír y se acercó para darme un rápido beso.
- La intención es quedarse siete días y creo que así va a ser.
- “Creo” –repetí.
- ¿Vas a echarme mucho de menos?
- Pssss, poquito… -Tiré de su camiseta hacia mí pero le impedí besarme cuando hizo intención-. ¿Y tú a mí?
- Casi nada… -susurró.
- ¿Y dónde vais? –Seguí interrogándole y evitando que me besara, algo que sabía que le impacientaba. Para variar, fue más rápido que yo y sostuvo mi cara robándome un beso. Rió y le di un suave empujón que le apartó ligeramente de mí.
- A Nueva York, te lo he dicho ya. Me encanta ver cómo me ignoras, preciosa.
- Idiota, me he enterado de eso. Me refiero a dónde os vais a alojar.
- William y Michelle tienen una casa allí. No es enorme, pero sí lo suficiente como para que quepamos todos.
- Nada de compartir cama –levanté mi dedo índice haciéndole ver que era una orden. Rió a carcajadas.
- Te lo prometo.
Le obligué a sentarse erguido y me coloqué encima de él, acariciando su frente con mi nariz.
- Una semana sin verte…
- Se te va a hacer corta, ya verás. Antes de que te des cuenta ya estaré de nuevo aquí.
Le observé fijamente concentrándome en el brillo de sus ojos. Siempre había pensado que era capaz de mirarle durante días sin necesitar nada más que saber que sigue ahí conmigo. Acaricié su rostro, que cada día me resultaba más hermoso, mientras veía cómo su sonrisa se iba ampliando.
- Tienes que prometerme otra cosa…
- Pide por esa boquita.
Sonreí ante aquella expresión.
- Cuando vuelvas quiero que me cuentes todo. Y cuando digo todo, me refiero a todo –repetí. Estaba dispuesta a decirlo las veces que hiciera falta-. No quiero que me ocultes nada, y mucho menos algo que tenga que ver con Natalie. Los dos sabemos que volverá a intentar algo contigo, no quiero que no me hables de ello por temor a que me enfade o a que me ponga triste. Quiero saberlo. Promete que me contarás todo lo que ocurra, sea lo que sea.
- Te lo prometo –dijo al cabo de unos segundos-. Ahora prométeme tú que confías en mí.
- Sabes que sí.
- Promételo.
Le besé en el cuello y le susurré al oído un “te lo prometo” tan convincente que no hizo falta nada más para que nos olvidáramos de todo ese tema.
Tras media hora perdida en sus labios, Marina volvió a casa, lo que indicaba que era hora de preparar la cena. Nos confió la tarea a Michael y a mí aun a riesgo de que no termináramos nunca, porque como nos había pasado siempre que entrábamos en mi cocina, cada objeto se convertía en un pequeño juguete. Todavía no había averiguado qué tenía ese sitio para nosotros, pero raro era el día en el que no preparáramos alguna.
En esta ocasión nos limitamos a tirar unas cuantas servilletas a Marina y también a Nana cuando entró en casa.
Viéndonos así era difícil pensar que algo se pudiera interponer entre nosotros. Nos complementábamos tanto que a veces me daba miedo imaginar qué sería del uno cuando el otro ya no estuviera. Quién me iba a decir que a mis 19 años iba a tener tan claro cómo quería pasar el resto de mi vida; pero lo sabía. Sabía que quería ver su sonrisa hasta el fin de mis días, sabía que quería disfrutar con nuestras cosas hasta que la edad no perdonara, sabía que estaba más que dispuesta a sufrir con él cuando fuera necesario. Y sabía que él sentía lo mismo, lo que me convertía en la chica más afortunada de la tierra.
Cuando acabamos de cenar nos obligaron a irnos a la habitación, evitando que tuviéramos cualquier tipo de contacto con el agua y todo lo que conllevaba. Hacía casi un año que habíamos convertido mi cocina en una piscina por primera vez, pero no había sido la última. Nos temían. Y eso era genial.
Así que entre risas y amenazas a las chicas llegamos a la habitación y nos tiramos en la cama. Nos pasamos más de una hora mirándonos el uno al otro sin apenas articular palabra. No hacía falta, los dos sabíamos lo que pasaba por la cabeza del otro.
Sabía que pocos podían llegar a entender cómo una persona podía convertirse en alguien tan importante en tu vida en apenas ocho meses, pero Michael me había demostrado que era posible. Si ahora mismo me le arrebataran me quitarían una gran parte de mí, y no era capaz de explicar por qué pero así lo sentía. Supongo que en eso consisten las relaciones de verdad, en que uno no es capaz de explicar exactamente por qué una persona es tan imprescindible. No hay palabras suficientes, simplemente se siente.

Capítulo 75


Nosotros lo somos

Dormir, lo que se dice dormir… Esa noche dormí más bien poco. Di vueltas y vueltas en la cama tratando de buscar algo de lógica a todo lo que había pasado y sólo llegué a una conclusión: no había lógica alguna. Primero Michael me había reprochado el haber cruzado cuatro frases con un hombre que estaba interesado en mí y después me daba la noticia de que se iba de vacaciones con una mujer que estaba interesada en él. Aham.
No tuve más remedio que reírme por no llorar y volver a pensar que Michael, en muchas ocasiones, era como un niño pequeño que protestaba si las cosas no eran de su total agrado.
A la mañana siguiente el enfado había desaparecido en mí –normalmente solía durarme muy poco-, pero tardé poco más de media hora en darme cuenta de que no iba a ceder y ser yo la que le llamara a él.
Tampoco hizo falta.
Una hora después de que me despertara, Michael vino a verme. Le abrió la puerta Nana y en menos de 10 segundos estaba frente a mí. Le dirigí un “hola” indiferente y seguí sentada en el sofá, leyendo Luces de bohemia, un regalo que me hizo mi tía la última vez que visité España.
- Hola –susurró. Vi con el rabillo del ojo como se acercaba al sofá haciendo intención de sentarse, pero descartó esto último al ver que continuaba impasible. Al cabo de unos segundos, retrocedió un par de pasos-. ¿Podemos hablar, por favor?
Cerré el libro de inmediato con un gesto de enfado y volví a mirarle. No estaba realmente molesta, pero tampoco iba a comportarme como si nada hubiera pasado; ni se lo iba a poner fácil.
- Si podemos tardar poco, mejor. He quedado con mi súper-admirador Edward en aproximadamente quince minutos. No me gustaría llegar tarde –volví a coger el libro y lo abrí, aunque no sabría decir por cuál página. Sólo quería evitar su mirada.
Se acercó a mí, me arrebató el libro y se sentó en el sofá. Le miré sorprendida, desde luego no me esperaba una reacción así.
- Eso no lo digas ni en broma –dijo con absoluta seriedad.
- ¿Quién te dice que es una broma?
- Judith, por favor.
- Si está tan interesado en mí cómo no va a proponerme que quedemos. Y si te enfadas cada vez que hablo con él es porque de alguna manera me ves interesada, así que cómo voy a rechazar su proposición. Siguiendo tu teoría lo raro es que no quedemos –ironicé todo lo que pude y él cerró los ojos.
- Siento… Siento lo de ayer –dijo al poco tiempo. Hizo una pausa y supe lo que iba a venir a continuación-. Pero es que no soporto verte con él, es superior a mí.
- ¿Y qué culpa tengo yo de eso?
Seguramente no se esperaba una respuesta –o pregunta- así, por lo que permaneció callado durante unos segundos, pero sin apartar sus ojos de mí. Parecía estar pidiéndome perdón con la mirada.
- Estás hablando con una persona que tiene que aguantar cómo millones de chicas gritan el nombre de su novio –continué en vista de su silencio-, ¿crees que mi situación en ese sentido es fácil? ¿Crees que me gusta? Tú únicamente tienes que ver como un chico, cada cierto tiempo, me cuenta cuatro tonterías. ¿No viste cómo reaccioné? No me interesa lo que tenga que decirme –afirmé absolutamente convencida-. No te pido que veas con buenos ojos que se acerque a mí, sólo te pido que no lo pagues conmigo, porque no tengo ninguna culpa de nada.
- Podrías no hablarle, simplemente.
- No, no puedo. Parece que no lo entiendes pero forma parte de mi trabajo ser mínimamente simpática con la gente. Y ya no digamos educada. Tú tampoco ignoras a tus fans, porque es algo que no puedes hacer.
- ¿Forma parte de tu trabajo seguirle la corriente?
- ¿Le sigo la corriente? –Levanté el tono de voz-. No sigas por ahí, Michael.
Apreció el tono de enfado que cobró mi voz y se acercó más a mí, justo en el momento en que decidí dejar de mirarle. Aprisionó mi mano izquierda entre sus manos y susurró un “lo siento” mientras se le quebraba la voz. Volví a dirigir mis ojos hacia él y traté de calmarme de nuevo.
- No quiero que discutamos –dijo al fin.
- Entonces no saques problemas de donde no les hay.
- El problema es que sí me resulta un problema que Edward se acerque tanto a ti –me dispuse a hablar pero me detuvo-. Después lo pienso y sé que no tienes la culpa de su interés, aunque creo que sí podrías disminuirlo.
- En qué quedamos, ¿le sigo la corriente o no tengo la culpa?
Cerró los ojos y apretó con más fuerza mis manos.
- Siento haber dicho eso…
- No puedes decir las cosas que dices esperando que no tengan consecuencias. Un “lo siento” muchas veces no sirve de nada. De hecho, ahora no me sirve. Lo sientes en estos momentos, ¿qué pasará cuando se vuelva a dar una situación como la de ayer? No es la primera vez que nos pasa esto y siempre es igual.
- No volverá a pasar…
- No te creo –dije firmemente. Claro que no le creía-. No voy a cambiar mi forma de ser, no voy a volverme alguien antipático ni siquiera con personas como Edward. Soy como soy, así he sido siempre, así he ganado amigos en todas partes y así seguiré siendo.
- ¡No quiero que cambies! –Esta vez fue él quien habló más fuerte y giró ligeramente su cuerpo para colocarse más en frente de mí, todo lo que el sofá permitía-. De verdad que no lo quiero, no pienses eso ni por un solo segundo.
- ¿Entonces? –pregunté. Fue una pregunta demasiado general, pero él entendió qué significaba. ¿Entonces qué hago? ¿Entonces qué hacemos? ¿Entonces qué pasará la próxima vez? Muchas preguntas resumidas con un “entonces”.
- Entonces la próxima vez dame un tortazo cuando me ponga tonto –lo dijo con cierta diversión así que me provocó una inevitable sonrisa-. No va a volver a pasar, de verdad. Sé que piensas que no confío en ti pero…
- Pero nada –le corté-, en muchas ocasiones no lo haces, reconócelo.
- No es desconfianza, es miedo –dijo al instante-. Nunca he tenido algo como lo que tengo ahora y nunca he querido a nadie como te quiero a ti, me da miedo perderte en cualquier momento. Y ese “cualquier momento” lo veo cerca cuando alguien como Edward aparece.
- No confías en mí –dije al fin, riendo por pura desesperación-. Si te digo que te quiero y que no quiero a nadie más, ¿de qué tienes miedo?
- De que cambies de opinión.
Suspiré cuando recordé cómo era yo antes: un día decía que sí y al siguiente que no. Y suspiré de nuevo cuando recordé la conversación que tuvimos hace meses acerca de eso. Él me dijo que confiaba en mí y que estaba seguro de que no le fallaría, pero fui yo la que me mostré dubitativa en ese aspecto: no estaba nada convencida de que mi cabecita loca se asentara de una vez. Pero ahí estuvo él, dándome la seguridad que necesitaba y mucha más. Me pregunté desde cuando se acabó esa confianza en mí; me pregunté desde cuando empezó a vivir con miedo.
- Hace ya tiempo te dije que no estaba del todo segura acerca de esto porque temía fallarte de un día para otro, lo recuerdas, ¿no? –Realicé la pregunta aunque conocía la respuesta. Afirmó al instante-. Olvídate de eso. Quiero estar contigo, hoy, mañana y pasado mañana. Si esto sigue así, si tú sigues siendo así, como eres, te aseguro que eres la persona que voy a querer que esté a mi lado toda la vida. Así que no tienes por qué tener miedo porque… Simplemente no vas a perderme.
Por supuesto, no le convencí de ello. Lo vi en su rostro y en su mirada, seguiría con la misma opinión que tenía hasta este momento. No importaba: con el paso del tiempo se daría cuenta de que lo que le decía iba en serio.
- ¿Sigues enfadada? –preguntó tras un par de minutos en silencio.
- Me enfada que me reproches cosas que tú vas a hacer también. No tiene sentido que te enfades porque hable con Edward y a los cinco minutos me digas que te vas con Natalie de vacaciones.
- Con Natalie no; con mi familia y la suya.
- Y con ella.
- Ella no me importa y lo sabes.
- A mí tampoco me importa Edward pero resulta que no eres capaz de creerme. Me exiges confianza pero no me la devuelves y, sí, eso me enfada.
- No quiero seguir dando vueltas a lo de Edward, por favor… -Se inclinó ligeramente y apoyó su cabeza en mi hombro, dándome un suave beso en el cuello. Rodeé el suyo y acaricié sus rizos. De repente recobró la postura que había tenido hasta entonces y sostuvo mi rostro con firmeza-. Confío en ti. Lo hago, de verdad –enarqué una ceja y protestó con la mirada-. Prometo hacerlo absolutamente a partir de ya. Así que confía tú en mí.
- Siempre he confiado en ti.
- No dejes de hacerlo ahora.
- No me has dado ningún motivo para empezar a desconfiar de ti, ni siquiera que te vayas con ella. Sé que necesitas alejarte de aquí y alejar a tu madre de todo esto, lo entiendo. Si ellos te han dado la oportunidad, adelante.
- ¿De verdad piensas eso?
- Sí, Mike. Ayer me enfadé por tus reproches sin sentido, y creo que llevaba bastante razón… -Asintió y volvió a buscar mis manos para hacerse con ellas-. Y en cierto modo sí me molesta que te vayas con ella, pero confío en ti, sé que me quieres. Punto y final.
Trasladó sus manos a mi rostro y me besó con tanta fuerza que me retiré riéndome de él. Observé sus ojos fijamente y me mordí los labios.
- ¿Me tenías ganas? –pregunté divertida.
- Odio discutir contigo.
- Algo a nuestro favor es que se nos pasa pronto.
- Lo odio de todas formas.
- No hay parejas perfectas, Mike.
- Nosotros lo somos.
Sin darme oportunidad a contestar se abalanzó sobre mí, tumbándome en el sofá y besándome como hacía días. Se lo agradecí de buena gana y desde el segundo cero no tuve ninguna intención de soltarle en toda la mañana. Ya me contaría cuándo, dónde y cómo serían sus vacaciones con mi “mejor amiga” Natalie y su familia. Ahora teníamos un momento para nosotros.
No sé si éramos la pareja perfecta o no, pero tampoco me importaba. Éramos nosotros. Y ese “nosotros” sí sonaba perfecto.

4 de julio de 2012

Capítulo 74


Como una estatua

Una semana después ya me encontraba en perfectas condiciones y hacía un par de días que había vuelto al trabajo. Por suerte para mi salud mental, ya que como no puedo parar quieta me resultaba una tortura tener que estar descansando en la cama sin otra cosa que hacer que mirar al techo. Puede que lo necesitara un día cada cierto tiempo, pero cuatro días seguidos en la cama… Insufrible.
Aunque mucho más llevadero con alguien como Michael al lado. Me había cuidado tanto durante estos días que al final acabó sufriendo las consecuencias y cogiendo el también un pequeño catarro, aunque no tan dañino como el mío. No habíamos vuelto a tocar el tema del dinero, ni de las vacaciones, y lo prefería. Sabía que acabaríamos discutiendo de verdad si seguíamos hablando de ello, teníamos opiniones demasiado diferentes al respecto y algo me decía que ninguno de los dos daría su brazo a torcer. No temía que una fuerte discusión acabara con la relación –sabía que eso no iba a suceder porque ninguno lo queríamos-, sólo me asustaba el hecho de estar distantes durante algún tiempo.
Sacudí la cabeza y retiré ese pensamiento de mi cabeza de inmediato. Miré al reloj comprobando que iba a llegar con aproximadamente media hora de antelación al restaurante, lo justo para cambiarme antes de que empezara a llegar la gente para cenar.
Según me había dicho esa misma tarde, Michael había decidido llevar a su madre a cenar al restaurante para así alejarla un poco de todo el ambiente que últimamente se estaba generando en la casa. Iban a entrar en una etapa –más o menos- complicada, porque la grabación del nuevo disco se aproximaba, así que Joseph estaba de los nervios, lo que hacía que todos los hermanos –incluido Michael- lo estuvieran también. Eso no beneficiaba nada a Kate, cuyo humor seguía estando lejos del que tenía cuando la conocí. En este último mes la había visto en pocas ocasiones, pero pude comprobar que la alegría y la bondad que siempre la habían caracterizado estaban dejando paso a la tristeza, el aburrimiento, la pasividad. No sabía cómo, pero esa situación tenía que cambiar de alguna forma.
- ¡Qué pronto llegas! –exclamó Angie al verme, con la misma cara de sorpresa que puse yo al verla a ella.
- ¿Y me lo dices tú? ¿La persona más tardona de este planeta llegando media hora antes? Me pregunto qué milagro habrá ocurrido para que estés aquí tan pronto.
- Parece increíble, ¿verdad? Es que me estoy haciendo mayor –sonrió ampliamente-. Venga, vamos a cambiarnos.
Apenas tres cuartos de hora después ya estábamos bandeja en mano y sonrisa puesta.
- ¿Sabes quién ha venido? –Angie me alcanzó mientras caminaba hacia la cocina y sostuvo mi brazo. Observé inquieta todas las mesas que estaban al alcance de mi vista pero no vi a Michael, así que la interrogué con la mirada-. Edward –se rió y siguió caminando, dejándome clavada en el suelo con cara de pocos amigos.
Edward. Apenas tres meses antes había coqueteado conmigo por primera vez y desde entonces no se había cansado de hacerlo; incluso en cierta ocasión me aseguró que acabaría cayendo en sus brazos. A decir verdad, no me molestaba en exceso que lo hiciera, era un hombre muy educado y siempre me decía todo con absoluto respeto. Pero aquella noche no. Sabía que si Michael me veía hablando con él le entraría uno de sus típicos ataques de celos y era lo último que deseaba.
Veinte minutos después Michael apareció por la puerta acompañado de Kate. Sonreí ampliamente al verlos y les indiqué con un gesto que esperaran unos segundos.
- Hola –sonreí cuando estuve cerca de él, le rocé la mano suavemente y caminé hasta Kate-. ¿Cómo estás? –la di un dulce abrazo y nuestros ojos se encontraron.
- Bien, cielo –asentí a pesar de que su mirada me indicaba otra cosa-. Voy a buscar una mesa, cariño –acarició suavemente mi hombro y comenzó a andar hacia la mesa libre más próxima.
Michael agachó la cabeza durante dos segundos y suspiró, después posó sus ojos en mí y me acerqué hasta él.
- Es una gran idea que la hayas traído a cenar, seguro que pasáis una buena noche, Mike. Ya verás como la animas mucho.
- Eso espero, aunque ya se me han agotado las ideas.
- Estoy convencida de que valora mucho todo esto que estás haciendo por ella, pero también tienes que comprender que cuando una persona pasa por una mala racha… Es difícil sacarla de ahí. Así que no te culpes, ¿vale? Estás haciendo todo lo que puedes y ella lo sabe –sonrió tímidamente y posé mi mano sobre su mejilla-. Tengo que irme –susurré-, luego te veo.
- ¿Vienes a dormir a casa? –preguntó antes de darme tiempo a empezar a caminar.
- Si sigues queriendo, sí.
- Nunca dejaré de querer.
Nos miramos durante unos segundos y le lancé un beso apenas perceptible para los demás. Sonrió y avanzó hasta donde se encontraba su madre. Ya me había alegrado la noche.
- Vaya novio más perfecto tienes –oí como me susurraba Angie cuando pasé por su lado. Razón no la faltaba.
La noche se pasó rápida y fue tranquila. Al ser miércoles no había muchas personas, así que no sufríamos el estrés y el agobio que caracterizaban a noches de viernes o sábado, cuando las fiestas eran habituales y llegábamos a un punto en el que no cabía un alfiler en el restaurante.
Cuando todo estaba completamente calmado decidí darme un respiro, así que tomé rumbo hacia el baño. Una mano me detuvo y no hizo falta girarme para saber a quién pertenecía esa mano.
- Buenas noches, preciosa –susurró una dulce voz. Me giré educadamente y le sonreí-. Hoy no me has hecho el más mínimo caso, debes saber que me marcho a casa muy disgustado. Había traído a unos amigos para que conocieran a la chica más guapa de este lugar y ni siquiera te has acercado a nosotros –puso cara de pena y reí de nuevo. Nadie podía negar lo guapo que era.
- Espero que algún día puedas perdonarme. De todas formas estoy segura de que has pasado una noche agradable con una buena compañía, y ese es el objetivo de este restaurante.
- Y tu objetivo, ¿cuál es? –se acerco más a mí, pero retrocedí un par de pasos, lo que provocó que se riera.
- El baño –susurré.
- ¿Me tienes miedo?
- ¿Por qué iba a tenerte miedo?
- Te alejas de mí.
- Quizá lo que ocurre es que tú te acercas demasiado.
Rió de nuevo y asintió con la cabeza.
- Me lo estás poniendo realmente difícil, pero casi lo prefiero. Cuando las cosas son difíciles se disfrutan más.
- Debo ser rara –respondí al instante-, prefiero lo fácil, lo simple, lo que no conlleva complicaciones. Debátelo con tus amigos, a ver qué opinión tienen –sonreí-. Buenas noches, Edward.
Me di la vuelta y seguí caminando hasta el baño mientras rezaba porque Michael no hubiera estado pendiente de la escena. Evidentemente, no había nada por lo que pudiera ponerse celoso de verdad, pero ya me había hecho saber en más de una ocasión que le disgustaba que Edward se mostrara interesado en mí, repitiéndome una y otra vez que no era la clase de hombre que aparentaba ser y que con tal de lograr lo que quería hacía cualquier cosa. Me contó aquello y me pregunté qué importancia podía tener eso para mí. Yo tenía lo que quería y no necesitaba nada más.
Una hora y media después ya estaba cambiada y lista para marcharme. Me despedí de todos los compañeros y caminé hasta donde se encontraban Michael y Kate esperándome. No había vuelto a hablar con ellos desde que habían llegado, pero sus caras me decían que no había sido una mala noche. Kate se mostraba algo más alegre que cuando había llegado y sostenía a Michael por el brazo, mientras éste la miraba fijamente.
- Podemos irnos –sonreí cuando me acerqué hasta ellos y agarré a Michael por el otro brazo-. ¿Qué tal lo habéis pasado?
- Muy bien, querida –para mi sorpresa fue Kate la que contestó-. La comida que servís está realmente exquisita, Michael debería traerme más a menudo aquí.
- Eres muy bien recibida, Kate. Si no te trae él, te traeré yo.
Ambas reímos y observé cómo Michael apoyaba su mano en la de su madre. Traté de buscar su mirada pero parecía que sólo tenía ojos para ella. Así que agaché la cabeza y continúe hablando con Kate hasta que llegamos al coche.
El silencio reinó prácticamente en todo momento en el trayecto hasta su casa. Supuse que Katherine estaría cansada y me imaginé que Michael me había visto hablar con Edward y estaría, más o menos, disgustado. En parte entendía que se pusiera así, cada vez que yo le imaginaba cruzando dos palabras con Natalie… Me veía capaz de cualquier cosa. Confiaba en él, pero no en ella. Y a él le pasaba lo mismo.
- ¿Así que tu política a partir de ahora es no volver a dirigirme la palabra? –le abracé cuando ya estuvimos solos y le besé tiernamente-. Estás guapísimo hoy. Qué digo guapísimo, estás guapisisisisisisimo o más –traté de hacerle reír; en vano. Así que me decidí por ir al asunto sin rodeos-. Edward sólo ha venido a saludarme, no te pongas así, por favor…
- Sabes que no me gusta.
- Compartimos opinión entonces, a mí tampoco me gusta nada de nada -observó mi rostro divertido, pero no pareció hacerle gracia-. Vamos, Mike, es sólo un cliente. Tengo que ser educada con él, no puedo echar sapos por la boca cada vez que venga a decirme algo.
- No los echas porque no te molesta que lo haga –afirmó con cierto tono de enfado en la voz.
- ¿Estás enfadado? ¿De verdad?
- Me molesta que no escuches lo que te digo. Me molesta que hables con un hombre así, cuando sabes sus intenciones.
- Michael, a mí él no me interesa. Nada. Menos que nada.
- Tú a él sí, es evidente.
Hice ademán de hablar pero me quedé en el intento. Que inútil me parecía tener otra vez la misma discusión. ¿Cuándo iba a darse cuenta de que no me interesaba ningún hombre, además de él, en todo el planeta?
- Hace frío y estamos en la calle pudiendo estar muy cómodos en tu espléndida casa, ¿qué te parece si entramos y allí me asesinas con la mirada todas las veces que quieras? -Le cogí de la mano con la intención de andar hacia la puerta de entrada pero él permaneció como una estatua. Así que mi buen humor desapareció definitivamente-. ¿Has cambiado de opinión? ¿Ya no quieres que me quede a dormir? Podrías habérmelo dicho antes de que me recorriera media ciudad para venir hasta aquí.
- Tengo algo que decirte y prefiero hacerlo ya –dijo rápidamente. Mi corazón comenzó a latir a 3000 por hora y mi tripa se encogió como cada vez que me ponía nerviosa.
- ¿Qué pasa? –pregunté con un hilo de voz.
- Me gustaría que no te enfadaras, pero sé que es un poco difícil. Si estuviera en tu lugar yo también me enfadaría, mucho probablemente. Pero quiero que sepas, aunque ahora no vayas a pensar en ello, que lo hago porque realmente necesito irme de aquí unos días y esta es una buena oportunidad para hacerlo. Desearía irme contigo pero sé que no es posible, así que…
- Michael –le corté-, dilo ya.
- Durante la cena, mi madre me ha dicho que me vaya con ella y Janet unos días a Nueva York.
Solté una risita.
- No voy a enfadarme porque te vayas unos días con dos de las personas que más quieres. ¿Qué imagen tienes de mí, la de un monstruo? –me abracé a él y me correspondió tímidamente. Ahí fue cuando supuse que había algo más, así que levanté la vista y le miré fijamente.
- Nos han invitado William y Michelle –habló bajito, como si no quisiera que le escuchara. Tardé unos segundos en darme cuenta de lo que pasaba.
- William y Michelle son los padres de Natalie, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Natalie va? –pregunté tras unos segundos, aunque conocía la respuesta.
- Sí…
Dirigí mi mirada hacia otro lado, cualquiera. Así que eso era lo que pasaba. Deshice el abrazo y me di cuenta de que mi cara cambiaba de expresión tres veces por segundo prácticamente. Ni siquiera sabía cómo sentirme, hasta que recordé la conversación que habíamos tenido dos minutos antes. Y volví a mirarlo.
- ¿Cómo eres capaz de reprocharme que hable cinco minutos con una persona a la que le intereso cuando tú te vas de vacaciones, en plan familia feliz, con una persona a la que también le interesas?
Enfadada, sí, ese era mi estado. No contestó a mi pregunta. Lo que hizo que me enfadara aún más.
El ruido de un coche hizo que dirigiera mi atención a éste y comprobé con alivio que era Sam.
- Espero que lo pases estupendamente, Michael.
Me zafé de su mano que intentó sostener la mía y caminé deprisa –casi corriendo- hasta el coche, que se movía lentamente. Le supliqué a Sam que me llevara a casa y en menos de cinco segundos estaba montada.
Michael ni siquiera hizo intención de ir detrás de mí. Seguía clavado como una estatua.