29 de marzo de 2012

Capítulo 69.

Un momento para la familia

Cuando a las ocho de la tarde sonó varias veces el timbre, cada una estaba en una punta de la casa. Yo me encontraba en el sofá con Nana, hablando de todo y nada a la vez, con ese punto de tristeza en la mirada que surgía cuando recordábamos a Lorena. Ella estaba en su cuarto desde hacía ya dos horas. Marina, por su parte, seguía en el baño. Probablemente habían pasado dos horas también desde que se había metido a duchar.
Pero sonó el timbre y en menos de veinte segundos todas estábamos paradas frente a la puerta. Nos miramos entre nosotras y finalmente Nana se decidió a abrir.
Lo primero que vi fue el rostro sonriente de Alberto, el padre de Marina, que corrió a abrazarse a ella seguido por Marta, su madre, y Alba, su hermana.
Después atravesaron el umbral Ángel, Reyes y Ángela, padres y hermana de Lorena.
Los padres de Nana, Antonio y Maribel, y su hermano, Iván, fueron los siguientes en pasar.
Finalmente yo sonreí ante la imagen de mis padres, Fernando y Nieves, y mi hermana, Alba, y también me abracé a ellos.
Una vez finalizada la ronda de besos y abrazos, y con la calma reinando de nuevo en la casa, establecimos un horario que nos permitiera cambiarnos a las dieciséis personas que allí nos encontrábamos antes de que pasara una hora, para poder llegar al restaurante con tiempo. Optamos por que cada padre y madre se cambiara en la habitación de su hija, después pasarían los hermanos y por último nosotras, a las que nos describieron como “las más tardonas”, probablemente con la mayor razón del mundo.
Milagrosamente, cuarenta y cinco minutos después todos estábamos listos para celebrar lo que sería la última noche de este año que había sido tan diferente; tan inolvidable.
Fui la última en salir de casa, echando un vistazo a lo que había sido mi hogar en todo este tiempo. Cerré la puerta, me observé los zapatos negros, sonreí y bajé corriendo las escaleras.

La cena en el restaurante no puede describirse como algo normal cuando los que cenábamos éramos nosotros. Lo único que faltó fue que las madres se tiraran comida. Los demás lo hicimos.
Reímos, hablamos más fuerte de lo normal e incluso en algunos momentos cantamos. Pero tratándose del día que era todo estaba permitido. Y más sabiendo que sería la última noche que tendríamos así en mucho tiempo; las cosas a partir de ese día comenzarían a cambiar con la marcha de Lorena.
En ocasiones bajaba la cabeza y trataba de imaginarme cómo sería mi vida después de perder a una persona que me había acompañado cada día durante más de quince años; no podía ni pensarlo. Al final llegué a la conclusión de que sólo podía resignarme, aceptarlo y tratar de acostumbrarme a ello. Tarea difícil. Estos pensamientos siempre solían acabar con una pequeña patada de Marina por debajo de la mesa. La miraba y sonreíamos, aunque en el fondo las dos pensábamos lo mismo: nada sería igual.
Entonces volvía a desconectar y observaba como mi padre divertía a todos con sus chistes, como Alberto le acompañaba de buena gana, como Antonio reía sin pasar, como Ángel se unía al festival del humor y como Iván trataba de poner un poco de orden, algo en lo que dejó de insistir después de muchos intentos, pasando él también a formar parte de la fiesta. Después miraba a mi madre, que charlaba animada con las demás. Muy animadas. Mi hermana, Alba y Ángela, por su parte, cotilleaban acerca de todo aquello que puede pasar por la cabeza de una adolescente. Después surgía un tema común y dieciséis voces trataban de hablar a la vez.
Así dimos entrada al nuevo año, con un momento para la familia difícil de olvidar por mucho que pase el tiempo.
El show no terminó ahí. Quedaba lo mejor: dormir dieciséis personas en un piso construido para cuatro. Como supimos con bastante antelación que íbamos a tener la visita de todos los padres, decidimos comprar un par de colchones que colocaríamos en las habitaciones de Nana y Lorena; la mía y la de Marina ya contaban con un colchón de más. Así que los padres dormirían en las camas en las que solíamos dormir habitualmente nosotras, y en los colchones, sobre el suelo, dormiríamos los hijos. Fue divertido, y difícil, lograr una cierta coherencia en las colocaciones a pesar de que todos parecíamos tenerlo muy claro desde un principio. Cuando finalmente lo logramos, caímos todos rendidos por el cansancio.
Cerré los ojos y creía seguir escuchando risas.

Risas que continué escuchando al día siguiente en la comida de Año Nuevo. No fue muy diferente a la cena de la noche anterior, excepto porque el cansancio era un poco más grande. Pero las ganas de pasarlo bien, todos juntos, eran las mismas. Así que se pasó igual de rápido.
Después decidimos enseñarles la ciudad, al menos en parte. Andamos lo que no está escrito y cuando llegamos a casa el agotamiento se había multiplicado por mil.
Para entonces yo ya estaba dándole vueltas a lo que iba a ser el día siguiente. Había hablado con Michael por la mañana alrededor de quince minutos, los suficientes para que, de repente, los nervios crecieran en mí. Nunca les había presentado un chico a mis padres. Por si eso fuera poco, nunca les había presentado un chico que no hablara su idioma. Vamos, que iba a ser un espectáculo. Además, sabía que Mike también era un manojo de nervios, lo que hacía que aumentaran los míos. Me tumbé en la cama, o como se pueda llamar a un colchón en el suelo, y prácticamente recé para que todo saliera bien. Cerré los ojos y traté de visualizar a Michael al lado de mis padres y de mi hermana. A los pocos segundos sonreí. Era una imagen preciosa.

Me había pasado toda la mañana en la cocina con mi madre: comida para cinco. Marina se había llevado a su familia a conocer a Adrien; Nana se los había llevado a un restaurante y Lorena a otro. Así que en casa quedábamos mis padres, mi hermana y yo; de momento.
Me senté en el sofá junto a mi hermana y miré el reloj. No era habitual que Michael llegará tarde y ya llevaba quince minutos de retraso. Por mi cabeza pasaron ideas tan absurdas como que se había arrepentido; me fustigué mentalmente por desconfiar de él y volví a mirar el reloj: dieciocho minutos tarde. Suspiré y dirigí mis ojos a mi hermana, que me observaba divertida.
- ¿Nerviosa? –preguntó con su habitual tono gracioso en la voz.
La hice una mueca y volví a mirar al frente.
- Casi nada.
Entonces sonó el timbre. Me levanté al instante pero Alba me empujó hacia atrás, haciendo que volviera a caer.
- De eso nada –sonrió-, abro yo.
Observé desde el sofá como caminaba hacia la puerta mientras me mordía el labio. Mi madre había salido de la cocina y mi padre apareció en el salón; también les lanzaba a ellos miradas de reojo.
Oí como la puerta se entornaba y cerré los ojos. Que nervios más tontos.
- Hola –su dulce voz sonó a lo lejos.

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